El último vagón: la educación es emoción

Desde hace algunos años he perdido el interés en el cine mexicano. Las últimas películas que vi no me atraparon y me resultaron más bien indiferentes. Reconozco las buenas hechuras: es claro que hay una buena asimilación de la forma, que los jóvenes realizadores han tenido un buen aprendizaje escolar. Pero al final veo demasiado estilo y pocas nueces, muchas pretensiones y limitadas ambiciones. No obstante, siempre estoy dispuesto a ver las películas de quienes han mostrado tener un discurso y que han sabido darle forma en pantalla. Tengo reservas para seguir cada entrega de Michel Franco, pero procuro no perderme las películas de Carlos Reygadas o Claudia Sainte-Luce; y sigo con atención el cine de Ernesto Contreras, el cual, me parece, cada vez es más sólido. Así lo pude constatar en El último vagón (2023), su más reciente largometraje, que aparece dentro de la oferta de Netflix. 

A partir de un guión de Javier Peñalosa (responsable del texto de Los adioses de Natalia Beristain), quien se inspira en la novela homónima de Ángeles Doñate, El último vagón ubica la acción en dos épocas diferentes y en un poblado rural. Acompañamos a Ikal (Kaarlo Isaac), quien a sus 11 años llega al lugar porque su padre trabaja ahí como obrero ferrocarrilero. Conoce y se hace amigo del perro Quetzal, así como de Chico (Diego Montessoro) y Tuerto (Ikal Paredes), y su corazón se acelera ante la presencia de Valeria (Frida Sofía Cruz Salinas). Asimismo, comienza a ir a la escuela y recibe atención especial de la maestra Georgina (Adriana Barraza). Luego de un pasado nómada, su futuro por fin parece estable; y aun más cuando su padre decide cambiar de trabajo.

Contreras es un artesano eficaz y habitualmente propone un estilo provechoso, adecuado, para los relatos que emprende: en Párpados azules (2007) baja el ritmo y alterna planos fijos con lentos movimientos de cámara para registrar la estática vida de sus protagonistas; en Las oscuras primaveras (2014) elimina a menudo la profundidad de campo y con planos cerrados establece atmósferas claustrofóbicas para ingresar a la cachonda intimidad de dos jóvenes infieles. En El último vagón no sólo apuesta por una elocuente paleta de color “deslavada” que resulta provechosa para crear la época pretérita y el ámbito marginal en los que se ubica la acción. Sube y baja la cámara para dar cuenta de la estatura y perspectiva de los infantes protagonistas y va de los planos abiertos, para dar valor al pueblo y sus alrededores, a los cerrados, pertinentes para dar cuenta del mapa emocional de sus protagonistas. En la banda sonora se hacen presentes –diría que excesivamente presentes, pues se escuchan casi de forma permanente– músicas de tonos nostálgicos y melancólicos que crean o apoyan el tono dramático. Asimismo, consigue dar naturalidad a la actuación de chicos y grandes; consigue que los niños parezcan niños (y no los clásicos adultitos odiosos a los que nos tiene acostumbrado el cine y la televisión en México). El elenco aporta dosis de frescura, y en este asunto ayuda mucho tener actores no muy vistos. 

Contreras entrega, como es posible deducir de lo expuesto en el párrafo anterior, una película de corte clásico. Lejos de los vistosos lucimientos formales, de la estridencia y la grandilocuencia, con una mirada aguda y atenta el cineasta registra viñetas de la vida misma en las que resultan tan expresivos como elocuentes los gestos nimios y las acciones cotidianas. A pesar del abuso de la música, de ser predecible en algunos momentos y de más de un desliz a la sensiblería, Contreras establece un tono cálido que contribuye de buena forma a empujar la emoción. Al final ésta es provechosa para hacer un sentido elogio de la docencia, la cual consiste, por supuesto, en la transmisión de conocimientos, pero cobra un valor mayor cuando muestra interés por los niños y es sensible a sus necesidades, cuando se traduce en apoyo para ellos y va más allá de la currícula, cuando existe un involucramiento afectivo, es decir, cuando se considera a los que están en los mesabancos como seres humanos y no como alumnos. 

El resultado, me parece, es afortunado. Hace mucho, mucho tiempo que una película mexicana no me conmovía tanto como lo hizo El último vagón

Calificación 75%
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