El triángulo de la tristeza: la fiesta de la opulencia y de la obediencia

¿Es posible abordar una época que disgusta sin disgusto y sin disgustar? ¿Exponer conductas humanas ridículas sin ridiculizarlas? ¿Es viable descubrir lo que esconde la hipocresía con hipocresía? ¿Exhibir lo que cubre la corrección política sin incorrección? Por supuesto que es posible. La pregunta que habría que hacerse es otra: ¿Es deseable? El realizador sueco Ruben Östlund da una respuesta rotunda, con todo el riesgo que ello supone, en su más reciente película, El triángulo de la tristeza (Triangle of Sadness, 2022): No. ¿Es posible hablar de esta cinta sin revelar detalles puntuales de ella? Supongo que sí, pero tampoco es deseable. Así que, en los párrafos siguientes, aparecerán algunos spoilers. Dispense usted.

El triángulo de la tristeza, también escrita por Östlund, se estructura en tres actos: “Carl & Yaya”, “El yate” y “La isla”. En el primero acompaña a la epónima pareja de modelos. Más tarde, en el segundo acto, los seguimos en un viaje, en un lujoso yate; y a ellos se incorpora una fauna de personajes adinerados: un oligarca ruso, una pareja de ancianos británicos, un informático sueco. En el capítulo final continuamos al lado de algunos de ellos en una isla, después de un evento violento.

Östlund inicia su propuesta con un prólogo que resulta tan lúdico como lúcido, con un reportaje audiovisual sobre un grupo de modelos varones que, descamisados, esperan su turno en un casting. Se presentan ahí atisbos sobre la docilidad y la obediencia de esos jóvenes, muestras de las distancias económicas detrás de las marcas de ropa que promocionan, la brecha salarial entre las y los modelos (ellas ganan tres veces más que ellos); surge, sobre todo, la enorme ridiculez que habita el mundo de la moda, a la que ellos venden gustosos sus cuerpos (¿y almas?). Enseguida asistimos a un desfile de modas de ropa femenina. Aquí llama la atención, más que la puesta en escena del evento, una serie de frases que aparecen proyectadas en una pantalla, y que son una especie de marco temático de la falsedad, pero también de la paradoja por venir en cada acto de la película: “Todos son iguales”; “Actúa ahora, ama ahora”; “Hay un nuevo clima entrando en el mundo” y, segundos después se precisa, “de la moda”; “¡Bebé!, ¡bebé!, ¡bebé!, ¡bebé!; “Cinismo enmascarado como optimismo”; “Las damas primero”.

El primer episodio, “Carl & Yaya”, gira alrededor de la equidad de género, y exhibe la distancia entre el discurso y la práctica, entre la conveniencia del decir y el inconveniente de llevarla a cabo. Carl paga la cuenta en el restaurante después de que Yaya –a la que toca el turno de pagar– “finge demencia”. Más adelante le dice a ella que no deberían “caer en los roles estereotipados de género que todo el mundo parece ejercer. Quiero que seamos iguales”. Ella responde con silencio y una cara de incómoda incredulidad. El diálogo de la escena provoca incomodidad, la cual se incrementa con el dispositivo estilístico: la cámara hace paneos por medio de los cuales vamos de uno a otra, mientras que en la banda sonora se escucha el agresivo limpiaparabrisas trasero del auto de alquiler en el que viajan. Al final de esta escena (pasaje que, por cierto, no aparece en el guión, al menos en el tratamiento que se puede leer en internet) el chofer le dice a él, a propósito de su relación, una frase en la que el uso de la preposición presenta un sutil giro semántico al habitual uso romántico (hoy el romanticismo está en desuso, dicho sea de paso): “si la amas, tienes que luchar por ella; si no peleas, vas a ser su esclavo”.

En el segundo acto, que como su título anticipa, tiene lugar en un yate, asistimos a un microcosmos pertinente para exhibir algunas aristas de la sociedad capitalista. Conocemos a algunos de los ricos pasajeros que, acostumbrados al lujo y a los privilegios de su clase, no dudan en exigir un servicio exquisito, incluso en solicitar que la tripulación les ofrezca un espectáculo. Los tripulantes son obedientes, y el personal se esmera por atender las más nimias o ridículas peticiones de los pasajeros. También son convocados los habitantes dela parte baja de la embarcación (porque también en la tripulación hay clases), en la que viajan hombres y mujeres, en su mayoría de origen oriental, que se encargan del aseo y de la maquinaria.

En el tercer acto las cosas cambian. Algunos pasajeros sobreviven en una isla a un acto violento que tuvo lugar en el yate. Y por allá también llega la jefa de los empleados de limpieza del barco. Ante la inutilidad de los sobrevivientes (incluyendo a un negro que al parecer es terrorista) ella se encarga de conseguir comida. Y las prioridades y las jerarquías cambian. Ahora ella tiene el poder, hace uso de él y se beneficia de sus privilegios, entre los que está el gozar de los servicios sexuales del joven guapo sobreviviente, quien intercambia favores carnales por comida.

Östlund propone un ejercicio cinematográfico rabioso con algunas dosis de crudeza, tanto en lo que escenifica como en el montaje y la puesta en cámara, y, a ratos, hasta en la música. Así da forma a un diagnóstico juguetón pero serio sobre el statu quo actual, en particular de Europa. Esboza una humanidad sin brío, que se ha rendido al poder del dinero y ha dejado el trabajo rudo, el trabajo sucio, a los desheredados del planeta. Los estratos sociales están claramente delimitados, y si por necesidad coexisten, por sumisión no deben convivir. En este yate asistimos a la fiesta de la opulencia y de la frivolidad de unos, pero también al festín de la obediencia, que dócil y voluntariamente profesan los otros. Porque aquí no hay lucha de clases: la clase media se esmera en ganar propinas de los adinerados para subir en la escala social, siendo servicial, no dudando en ser servil. Aquí no hay ningún cuestionamiento a dicho orden. En este yate a nadie parece importarle el origen del dinero con el que se ha pagado el precio del pasaje, la abyección o ridiculez con la que se ha obtenido, que para el caso es ilustrativo: el ruso se apropió de una industria estatal (que procesa abono para la tierra: ha hecho dinero con mierda, como él dice); los británicos fabrican granadas y minas; el sueco, que confiesa ser muy rico –y está dispuesto a regalar relojes Rolex a un par de mujeres porque se tomaron una foto con él–, ha hecho una fortuna gracias a la virtualidad, a la creación de “códigos para aplicaciones”; los modelos viajan gratis porque ella es influencer –y toma fotos a la comida que no va a comer–, un “oficio” lucrativo que los tiempos actuales le han regalado a un montón de inútiles. El proletariado, por su parte, está bastante ajetreado limpiando los abundantes desechos de los amos como para pensar en una revolución. En algún momento, mientras el barco es sacudido por una tormenta, el capitán (al que no le importa ni tantito el curso del barco) y el oligarca ruso ofrecen un comentario a todo esto: intercambian aforismos que tienen como tema al socialismo y a la esencia humana. Entre los bamboleos del barco (porque la burguesía no está exenta de algunos sobresaltos), este diálogo, en conjunto, ofrece un marco teórico que resulta tan grotesco como esclarecedor.

Östlund vuelve a temas que había tratado previamente en Fuerza mayor (Turist, 2014) y The Square, la farsa del arte (The Square, 2017). Elimina la tenue capa del barniz civilizatorio para exhibir en su desnudez al ser humano, en su miserabilidad y su precariedad salvaje. Así, somos testigos de las consecuencias de algunas cosas nimias, del afán de ejercer la superioridad en asuntos ociosos, y vemos a una mujer adinerada pedir que limpien las velas porque están sucias (aunque el barco no tiene velas), y al joven modelo que se queja de un afanador porque tuvo la osadía de saludar a su novia, y que por eso es despedido. En situaciones límite, cuando la sobrevivencia está en juego, los humanos “sacan el cobre” y son aun más egoístas de lo que suelen ser. Al final cobran sentido las frases que aparecen al inicio y que resultan ser reveladoras ironías: se hace evidente que no todos son iguales, que vivimos una etapa de gran infantilismo (¡bebé!, ¡bebé!) y que no hay optimismo que alcance para mantener enmascarado al cinismo. Pero sobre todo asistimos a un mundo sin amor, dicho esto sin romanticismo (que está muerto, ya lo decíamos más arriba). No lo hay en ninguna de las relaciones de pareja que vemos a bordo, mucho menos en las otras. Aquí todo es cuestión de interés. De ahí que resulte imperioso tomar sin doblez, como urgente sugerencia, una de las frases mentadas: “actuar ahora, amar ahora”. Al final, como en Tár (2022), se muestra cómo el ejercicio del poder sí ha conseguido la equidad entre los sexos: en este asunto hombres y mujeres son igual de abusivos y ventajosos, de abusivas y ventajosas.

Al relato de Östlund se le ha reprochado falta de sutileza; se ha apuntado que las provocaciones que lo habitan son más o menos groseras. Aunque no faltan las sutilezas, es cierto que por aquí la grandilocuencia transita a gritos. Quiero creer que la apuesta tiene como propósito ganar en claridad, ser comprendido cabalmente por todo tipo de espectadores, que éstos se vean sin ambages reflejados en los personajes, que no haya manera de voltear para otro lado y fingir que no se entendió lo que se expuso.

Con El triángulo de la tristeza Östlund se embolsó su segunda Palma de oro en Cannes (ya lo había hecho con The Square). De la entrega del Óscar, apuesto, el cineasta sueco saldrá con las manos vacías. Que también en la hipocresía hay clases.

Calificación 90%
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