Un retrato de familia: un retrato familiar

A lo largo de su filmografía, el japonés Hirokazu Koreeda ha explorado la ontología de la familia. ¿Qué le da esencia? ¿Cuál es su fundamento? En cada película ha ido ampliando la respuesta. Acaso la reflexión más completa está en Un asunto de familia (Manbiki kazoku, 2018). La familia, nos dice el nipón, tiene sentido en la medida en que cumple una función para quienes la conforman. Es como las tradiciones; si éstas dejan de resultar significativas, caen en desuso y es natural que mueran. Sólo un afán de falsa nostalgia alimenta los suspiros por lo que no es más que memoria inútil. Con la familia sucede algo similar. Si padres e hijos, sobrinos, abuelos y nietos pueden prescindir unos de otros y el núcleo sólo obedece a funciones utilitarias, no habría que lamentar nada ni pensar que hay una falla sustancial.

Sin embargo, la sociedad y el cine mexicanos –emulando al más rancio Hollywood– se afanan en levantar altares y rendir culto a la familia y su deber ser. De ahí que abunden las películas que son como recordatorios –a veces hasta regaños– de lo que una familia debe ser y tiene que ser: un grupo de personas que gustosas comparten espacios y experiencias, que se quieren, que se respetan y se apoyan. Y si esto no sucede es porque algunos o todos le están fallando… a la familia. Algunos más que otros, justo es precisar. Así lo refrenda Un retrato de familia (2022).

Un retrato de familia es la ópera prima de Adrián Zurita, quien hizo la adaptación del guión de Nosotros los Nobles (2013) y ha participado en la escritura de algunos largometrajes y series de televisión. Sigue ahora las vicisitudes de Mariano Avendaño (Humberto Zurita), un pater framilias que tiene ante sí la oportunidad de asumir la dirección de la empresa para la que trabaja. Su jefe (Hugo Stiglitz), pero que decimos su jefe, su amigo, casi su padre, le hace ver que dicho puesto supone dedicación total de tiempo, por lo que antes de aceptar Mariano busca convivir más con su esposa (Mar Saura) y sus jóvenes hijas. Comienza entonces a llegar más temprano a su casa, lo cual provoca la extrañeza de su familia; y poco a poco resulta inevitable que se involucre en las vidas de todas. Para mal, al inicio… Porque está claro dónde debe iniciar todo y dónde debe concluir, lo cuestionable es la ruta del arco dramático.

Zurita echa mano del arsenal de la televisión nacional y concibe una puesta en escena y un montaje al más puro estilo de las telenovelas. Con una puesta en escena que se nutre del lugar común y los apuntes habituales sobre las clases sociales. Con la cámara ofrece una labor correcta (con mejores resultados que lo que puede verse en Nosotros los Nobles, dirigida por Gary Alazraki, que no es mucho halago que digamos) y en la banda sonora abundan las músicas, como sucede regularmente con los cineastas debutantes. La historia, así, fluye con la ligereza propia de una comedia ligera. En la ruta hay más de un desliz a la gratuidad: ¿a cuento de qué vienen, por ejemplo, los planos abiertos de la ciudad, que no aportan nada a la narración ni al tema?, ¿están ahí porque se ven “padres”? ¿A cuento de qué viene pedir consejo a jóvenes subalternos para comunicarse con la esposa, a tratar de utilizar el teléfono celular para hacer lo que en condiciones normales habría hecho en persona?

Zurita ofrece una constatación de los abordajes y concepciones, de los prejuicios, sobre la paternidad. Si la maternidad, como la filiación, simplemente es, la paternidad es de quien la trabaja. Al respecto, la cinta es elocuente. Cuando Mariano comienza a llegar temprano a su casa, ni sus hijas ni su esposa saben qué hacer con él (y al parecer también es bastante prescindible en su chamba). Es un intruso en su casa. Es él quien, una vez que ha decidido pasar más tiempo con sus hijas, tiene que inventarse una función. Con su esposa todos los esfuerzos son inútiles, pues es la que menos sabe qué hacer con él. Así, acompaña a una de sus hijas a sus audiciones, comienza a relacionarse con el novio de otra y asiste a un juego de futbol de la tercera. Justo es comentar que en dichas actividades no hay ningún involucramiento de la madre ni de las hermanas (¿porque ellas no deben hacerlo?).

Un retrato de familia es una comedia cuya verosimilitud se sostiene con pinzas (y las lagunas argumentales se multiplican conforme avanza la película). Así como en la multimentada Nosotros los Nobles resulta poco creíble que en tiempos de internet y cibercafés los hijos no se enteren de la treta paterna, acá las cosas se solucionan con el intercambio de una frase entre los esposos, entre el padre y las hijas. Ahí había, dicho sea de paso, el material más valioso para alimentar el tema y la sustancia, para hacer verdadera comedia (ésa que es aguda, puntillosa, iluminadora): la ruta creciente de la incomunicación y sus consecuencias; el desconocimiento progresivo de los que comparten casa.

Justo es comentar que en la ruta hay algunas situaciones que poseen cierta gracia y que es una grata sorpresa escuchar y ver a Miguel Ríos (quien, según lo que vemos, en sus presentaciones al parecer sólo toca Santa Lucía). No obstante, al final Zurita entrega un manual de superación paternal en el que no hay problematización alguna: no concibe una reflexión sobre la familia, sino una lección sobre lo que a juicio del realizador y guionista debe ser la paternidad. Aventuro, eso sí, que es muy probable que la cinta sea un éxito en taquilla.

 

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