Tomar la infancia como fuente de inspiración no es una rareza en el cine. Pero una cosa es volver para recordar con nostalgia el pasado y otra hacerlo con ánimo autobiográfico para darle sentido al presente, lo cual ha sucedido en múltiples ocasiones pretéritas y es bastante habitual en la actualidad. Si acaso ya nos quedan más o menos lejanas Los 400 golpes (Les quatre cents coups, 1959) de François Truffaut, Amarcord (1973) de Federico Fellini, Días de radio (Radio Days, 1987) de Woody Allen o Léolo (1992) de Jean-Claude Lauzon, más frescas a la vista resultan películas como Roma (2018) de Alfonso Cuarón, Belfast (2021) de Kenneth Branagh y Apolo 10 ½: una infancia espacial (Apollo 10 1/2: A Space Age Adventure, 2022) de Richard Linklater. Menos frecuente es que el propósito del regreso a los años mozos sea rastrear el origen del oficio del que manda detrás de la cámara, explorar los acontecimientos que pusieron al autor en la ruta del cine, como sucedió, por ejemplo, con Cinema paradiso (1988) de Giuseppe Tornatore o Fue la mano de Dios (È stata la mano de Dio, 2021) de Paolo Sorrentino. Por los mismos derroteros transita ahora Steven Spielberg en Los Fabelman (The Fabelmans, 2022).
Dedicada a su mamá y a su papá (al final de los créditos se puede leer: “For Leah” y “For Arnold”), Spielberg ubica el inicio de la acción de Los Fabelman el 10 de enero de 1952 en Nueva Jersey. Justo ese día el pequeño Sammy (Mateo Zoryan) descubre el cine: sus padres, Mitzi (Michelle Williams) y Burt (Paul Dano), lo llevan por primera vez al cine, a ver la película intitulada convenientemente El espectáculo más grande del mundo (The Greatest Show on Earth, 1952) de Cecil B. DeMille. El chamaco sale boquiabierto y en una festividad judía recibe un regalo magnífico: un tren eléctrico. Después, su necesidad de ver chocar el tren una y otra vez, como sucede en una escena emblemática de la película que vio, lo lleva justamente a la película: su madre cae en la cuenta de que necesita tener control, y la forma de conseguirlo es filmarlo. Y entonces pone en manos del hijo la cámara del padre. En adelante veremos al joven Sammy (Gabriel LaBelle) crecer con la cámara, encontrar una actividad que lo apasiona. Para su padre, que ha dedicado su vida a la computación, el cine no es más que un hobby, pero para su madre, pianista que vio truncada la posibilidad de ser concertista, representa una vocación. En la prepa y un poco después, mientras él se acerca al oficio, sus padres se distancian.
Si, como de costumbre y fiel a su estilo, Spielberg entrega una puesta en cámara funcional y lucidora, aquí es más que justo y necesario resaltarla. O, más bien, resaltarlas, porque hay un proceso doble: la puesta en cámara que concibe Sammy para sus películas y la que diseña Spielberg para filmarlo. Y mientras éste utiliza constantemente la cámara para descubrir, por medio de movimientos, a los personajes en la escena (como cuando llega la cámara a las manos de Sammy o cuando descubrimos que el tío Bennie acompaña a los Fabelman en su viaje a Arizona), a Sammy le ofrece no sólo la posibilidad de tener control sobre lo que registra, sino de tener atisbos de algo verdadero. La puesta en escena, por otra parte, es plausible. Además de dar verosimilitud a las diferentes épocas y lugares en los que se ubica la acción, da cuenta de las vicisitudes económicas y los altbajos emocionales de la familia; la luz, cortesía de Janusz Kaminski –colaborador habitual de Spielberg– aporta calidez y acidez y contribuye a dar cuenta lo mismo de la felicidad que del distanciamiento familiar. En la banda sonora brillan –acaso con mayor presencia que en otras entregas– las músicas de otro colaborador constante, John Williams, quien también contribuye de buena forma a la emoción.
Spielberg enfoca su atención en dos asuntos que están interrelacionados. Para empezar, el acercamiento al cine. En él, Sammy-Steven encuentra ese ámbito de orden y felicidad que describe Mitzi en algún momento con relación al piano y las partituras. El cine le permite, en el rodaje, ver más allá de lo que se ve. En el montaje le brinda la posibilidad de focalizar su atención y descubrir cosas que le pasaron desapercibidas en la filmación (lo más notable es el verdadero cariz de la relación de su madre con el tío Bennie). Así cae en la cuenta de cómo el cine ofrece una ruta a la verdad, de cómo llega a ser un espejo. Un espejo revelador que es capaz de hacer que los sujetos que registra se vean mejores de lo que son y, a la larga, puede dar una lección de humildad. Asimismo, también logra que los que en él participan se involucren más allá de la simulación: que vivan –gracias a las virtudes de la dirección– aquello que escenifican. A Sammy, además, el sonido de la cámara le brinda la paz que la realidad le niega.
Otro gran asunto de la película lo constituye la familia, no en vano ésta le da título a la cinta. Y con los Fabelman Spielberg construye una fábula que alberga una amarga moraleja y una bella declaración de amor. Para empezar, a sus padres, a los dos. Porque si la madre pone en sus manos la cámara y lo apoya para que siga su pasión por el cine, su padre, siempre didáctico, le da una estructura y una solidez racional notables. Si la primera lo invita a imaginar, el segundo lo aterriza para resolver. Y es clara en la filmografía de Spielberg la solidez de ambos pilares. No sólo es un gran icono de la fantasía (de ET a Tiburón, pasando por Indiana Jones y Parque jurásico), un narrador ameno y espectacular, sino que es un artesano sagaz y eficaz: domina la técnica cinematográfica como pocos porque entiende la tecnología como pocos. Al final, con el cine y por el cine, Sammy-Steven hace un descubrimiento amargo que lo hace crecer: descubre que las personas que ama y que lo aman (y que entre ellas se aman) también pueden hacerse y hacerle daño: sí, gracias al cine descubre que la familia es un gran conflicto. Crecer también significa entender, y Spielberg posa sobre sus personajes una mirada comprensiva, amorosa, más que enjuiciadora. Esta actitud es plausible en tiempos en que se ha dejado de pensar (y tampoco es que en otros tiempos se pensara mucho que digamos) y se juzga sin conmiseración en cuanta plataforma electrónica se pueda.
Es justo reconocer, para concluir, las dosis de humor que aparecen a lo largo de toda la cinta y que dan ligereza a la densidad. Las escenas finales son memorables en este terreno. Sammy conoce a John Ford, un realizador maduro y malhumorado al que admira (y al que da vida nada menos que David Lynch). Éste sólo le da, en su oficina, una lección que tiene que ver con la altura del horizonte en una imagen: “cuando el horizonte está arriba es interesante; cuando está en medio es aburrido y soso”, le dice. Acto seguido, vemos que Sammy sale al exterior y tiene una revelación, mientras la cámara, que lo sigue, hace una corrección súbita… y sube el horizonte. ¡Bravo, maestro!