Cada año la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Estados Unidos incluye una cinta de corte independiente (no necesariamente indie, justo es subrayar) entre las nominadas al Óscar a mejor película. Es decir, inserta alguna producción con características diferentes al drama habitual que le gusta a Óscar. A veces un tanto contemplativa; a menudo con tramas minimalistas. De esta forma, hipócrita, se hace el inclusivo y, como buen político obediente y temeroso de los dictados de la corrección política, cumple con las cuotas y con las modas. Por supuesto que cada año la elegida en esta categoría se va con las manos vacías. Una cosa es abrirle la puerta; otra, premiar al intruso: la diversidad oscareana tiene sus límites bien claros. Sucedió en entregas anteriores con Historia de un matrimonio (Marriage Story, 2019), Manchester junto al mar (Manchester by the Sea, 2016), La habitación (Room, 2015) y Boyhood (2014). Ni hablar de El árbol de la vida (Tree of Life, 2014). ¿En qué estaba pensando Óscar? En incrementar su propio prestigio, seguramente, pues la cinta de Terrence Malick había ganado el premio más importante del mundillo cinematográfico: la Palma de oro de Cannes. ¿Sucederá lo mismo con El sonido del metal (Sound of Metal, 2019), la seleccionada de este año? Me temo que sí: es muy poco probable que obtenga la estatuilla a mejor película.
El sonido del metal es el primer largometraje de ficción de Darius Marder, quien participó en el guión de El lugar donde todo termina (The Place Beyond the Pines, 2012) de Derek Cianfrance. Éste, a su vez, comparte el crédito de la escritura de la historia y figura en la larga lista de productores de la cinta de Marder. En El sonido del metal, coescrita por el realizador y su hermano Abraham, acompañamos a Ruben (Riz Ahmed), un baterista que forma con su pareja – Lou (Olivia Cooke), quien es cantante y guitarrista– un dueto metalero (es una formación a la inversa de White Stripes). Un mal día Ruben tiene dificultades para oír. Pronto constata que ha perdido el oído. Ingresa entonces a una comunidad habitada por sordos, donde comienza a aprender sobre su condición. Pero él no se resigna…
Marder plantea una cinta con ritmo apacible, por momentos contemplativa. La cámara ofrece reposo a la vista con largos y abiertos planos estáticos, a menudo en la naturaleza, o con suaves recorridos por parajes urbanos o rurales. La puesta en escena es de corte naturalista, lo cual aporta dosis de autenticidad a lo que vemos. Las actuaciones tienen algunos deslices melodramáticos (como la infaltable escena en la que el actor destroza lo que encuentra a su alrededor, gesto que tanto le gusta a Óscar y que seguramente veremos en la ceremonia al presentar la nominación de Ahmed), pero en general se ubican en un tono discreto, incluso en los pasajes silentes (a menudo asistimos a una película “muda”): es agradable ver una producción norteamericana que no recurre a la habitual verborrea. En la banda sonora hay un trabajo consecuente con la condición del protagonista. Pero el diseño sonoro es virtuoso no sólo por eso, sino porque contribuye de buena forma a la narrativa, a establecer puntos de vista y a dar soporte a la emoción.
Las vicisitudes de Ruben son pertinentes para reflexionar sobre asuntos importantes y vigentes. En primer lugar, sobre la frustración de un joven que ve interrumpido el curso de su vida, que se ve impedido para continuar desempeñando el oficio que escogió. Enseguida, para recordarnos sin moralina las consecuencias de nuestras acciones: la sordera es producto del estilo de vida del baterista, pues fue adicto a la heroína y se expone a demenciales ruidajales. El valor principal, sin embargo, está en la reflexión sobre la incapacidad de estar en paz con uno mismo, de asumir lo que uno es (que no es lo mismo que lo que uno cree que debe ser): Ruben es incapaz de prescindir del ruido porque le hace ruido el hecho de no saber qué hacer consigo mismo: sus metas, o al menos su oficio, son un medio para entretenerse, para distraerse, “para ser alguien”, dice; el amor por Lou también es codependencia. No es capaz de ver la belleza que puede caber en su nueva condición, pues mira a otra parte. Joe (Paul Raci), su guía en la comunidad de sordos, lo compele a estar quieto, pues dice que para él los momentos de quietud “son el reino de Dios”. Ruben cree otra cosa. La conclusión de la cinta, con algunas dosis de ambigüedad (ésa que tanto molesta a Óscar), es de una belleza significativa.
El sonido del metal, sin buscarlo, es oportuna. La pandemia ha puesto en evidencia síntomas similares a los de Ruben: nos ha mostrado que no sabemos qué hacer con nosotros mismos, y somos sordos a nuestra condición. De ahí la violencia familiar, la frustración, la desesperación y la depresión: la pandemia ha sido el detonante para agudizar situaciones que ya existían. Marder no podía saberlo (la cinta es de 2019), pero tuvo la lucidez de ver y exhibir las miserias de la condición humana. Y en tiempos de gritos el silencio es una bendición.
Nominaciones al Óscar:
Mejor película, actor (Riz Ahmed), actor de reparto (Paul Raci), sonido, guión y edición.