¿Qué es una buena película? VI

Determinar por qué una película que uno ha calificado como “buena” no es tarea fácil. Coincido con los amigos del cinexcepcion.mx que amablemente han colaborado en la serie “¿Qué es una buena película?” Cuando comencé a escribir sobre cine tenía intuiciones al respecto. Después de ver una película buena sabía que era buena. Argumentarlo no era tan sencillo. Como cinéfilo, y por un afán de claridad, me preguntaba sobre lo que pudo influir para colgarle el adjetivo “bueno” a la película que acababa de ver. Aún más si el adjetivo lo ponía alguien más: desde siempre he desconfiado del sustento que puede tener lo que en general se considera como “bueno”. Así sucedía cuando probaba unos tacos reputados como buenísimos que, al final y para mi gusto, no tenían nada especial. Sabía que contribuía a esa evaluación el que la cinta no concluyera con la proyección, que permaneciera en mi mente y en mis emociones, que me dejara abundante material para la interpretación, que me dejara intrigado, con dudas e hipótesis; saberme retado intelectualmente. Nada de esto ha desaparecido, pero después de muchas películas y muchos años creo tener algo de claridad al respecto. Como crítico (o aspirante a) he tratado de tener claro desde dónde evalúo lo que evalúo.

Andrei Rublev

 

Un modelo piramidal

Para abordar las películas utilizo un modelo piramidal. En la base está la cuestión técnica. El cine se construye con imágenes y sonidos y desde cuatro técnicas fundamentales (porque son su fundamento): puesta en cámara, puesta en escena, montaje y sonido. Cuando veo una película soy sensible y estoy atento en especial a la cámara –movimientos, lentes, planos–, pero también a los elementos de puesta en escena –luz, escenarios, vestuarios, maquillajes y, al final, también los actores–, al montaje –la yuxtaposición de planos, pero también de los elementos que los constituyen y generan tiempos, espacios, ritmos y significados– y al sonido –a todos los elementos de la banda sonora: voz, música y efectos, y sus aportes que, a veces, son sustanciales. En un segundo nivel estaría lo que se construye con esas imágenes y esos sonidos, y que por lo general aparece en el guión: la narrativa (causalidad, espacio, tiempo), personajes, estructura, el drama, pero también el amplio mapa de posibilidades que queda fuera de lo narrativo, porque no todas las películas buscan contar una historia aunque sí se privilegian estrategias dramáticas. Aquí también cabría hablar de géneros. En la cúspide estaría lo que se dice por medio de los dos niveles inferiores: el tema o el discurso.

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Técnica

Para que una película sea buena debe al menos ser correcta en el terreno de la técnica. Y aquí, como en todo, hay niveles, y de ellos depende, para empezar, que una película ocupe una calificación determinada o un lugar en la escala (buena, muy buena, excelente, etcétera). Si presenta imágenes fuera de foco, encuadres poco claros, deficiencias sonoras, saltos de luz, problemas de exposición, actuaciones poco convincentes, etcétera, difícilmente pasará el filtro. Porque la suciedad visual y sonora redunda en confusión expositiva, narrativa. Así se trate de una obra que revele los misterios de la existencia, las deficiencias provocarán que las revelaciones resulten indiferentes para el espectador.

La técnica, insisto, es la base. El cine se cuenta con la cámara, y los directores que respeto y admiro hacen un uso maravilloso de ella (lo cual no quiere decir que nos recetan fuegos artificiales en todo momento, como Iñárritu). Martin Scorsese o Guillermo del Toro permanentemente proponen una puesta en cámara lucidora, pero Jim Jarmusch, más discreto, no es menos elegante y eficiente. Esto no se puede decir de Gary Alazraki, quien en Nosotros los Nobles (2013) hace un uso rudimentario de la cámara: filma como lo hace la comedia televisiva al estilo Televisa, es decir, coloca la cámara como si se tratara de un espectador de teatro de revista frente al escenario. Hace poco escuché a una directora mexicana un escandaloso contrasentido: según decía, su intención es hacer que la cámara “no distraiga” del juego actoral. Que la cámara no distraiga tiene un nombre: teatro. (¿Qué diría esta realizadora de esa maravilla de Lars von Trier, El jefe de todo eso, en la que la cámara se mueve todo el tiempo en forma aleatoria?) Otros realizadores privilegian la puesta en escena (lo cual no quiere decir que son nulos con la cámara), como Federico Fellini, Woody Allen o Ingmar Bergman, y en sus cintas la luz y el juego espacial y actoral cuentan. Del montaje S. M. Eisenstein y Robert Bresson hicieron una ontología más que una herramienta; más recientemente, David Mamet considera que la cinta se construye con planos neutros que cobran sentido al unirlos. El sonido es por lo general un relleno (como bien anticipó Eisenstein a finales de los años veinte del siglo anterior); no obstante, en manos de algunos cineastas, como Stanley Kubrick, Jacques Tati o Alexander Payne, por citar sólo algunos, el sonido matiza y dramatiza o amplía el campo (en lo relativo al espacio, pero también al significado). Pocos realizadores explotan de manera brillante todas las técnicas, como lo hacen Scorsese, Alfred Hitchcock o Andrei Tarkovski. La técnica es un requisito necesario pero no suficiente. No basta con ser solvente en este renglón para que la cinta sea buena. No basta ser técnicamente extraordinario para que la cinta lo sea, como en el caso de El renacido (The Revenant, 2015) de Iñárritu.

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La narración, el drama

La técnica es la base, sin embargo los críticos profesionales muy rara vez se ocupan de ella. Si uno atiende las críticas (o, más bien, reseñas) que se publican en la prensa nacional pero también en la prensa norteamericana, el comentario sobre la técnica está ausente (con excepción de los actores; porque hasta el más neófito juzga las actuaciones, que es lo más superficial). A menos, claro, que sea un recurso tan evidente como las actuaciones, como sucedió con el planosecuencia en Birdman (2014), del cual habló todo el mundo como un descubrimiento, aunque se trata de un recurso tan viejo como el cine. Por lo general las películas se abordan y evalúan a partir de la narrativa, de la historia que nos cuentan, del drama que construyen o del asunto que tratan. Si la cinta despierta la curiosidad sobre lo que va a pasar y mantiene entretenido u ocupado al espectador es muy probable que reciba comentarios positivos. Pero ni la historia ni el drama son un fin (aunque para mucha gente sí lo son), y en lo que a mí respecta, desconfío cuando un director afirma que “sólo quería contar una historia” (y al ver sus películas se entiende que a veces no dan para más). La historia y el drama funcionan bien cuando generan emoción (o emociones). Así, no es raro que una película de terror sea considerada como “buena” porque nos receta numerosos sustos; que una comedia reciba aplausos porque hace reír. La emoción es importante porque hace que lo visto y escuchado resulte significativo. Una película como Gravedad (Gravity, 2013) es buena porque aunque no recoja una gran historia, ni haga revelaciones extraordinarias, técnicamente es prodigiosa y estos prodigios generan harta emoción, y ésta hace que el tema sea significativo, por más tratado que haya sido en el pasado. Un buen narrador –que por lo general hace un buen uso de la técnica; que por eso es un buen narrador– goza por lo general de la simpatía y de la fidelidad de la audiencia, como Steven Spielberg.

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La sustancia

Lo más importante para mí es lo que se dice con todo esto. Celebro a rabiar cuando, per se, la cámara es portentosa y la historia es maravillosa. Pero si técnica y narrativa son necesarias, no son suficientes. Por eso celebro más cuando la técnica y la narrativa me hacen ver facetas de la vida o de las relaciones humanas que apenas valoraba, o cuando hacen revelaciones agudas (lo cual, sin pedantería, cada vez es más raro que suceda); en una frase, con atisbos (aquí sí) pedantes y metafísicos: cuando el alma humana aparece en pantalla. Aquí entramos hasta cierto punto en un terreno en el que la subjetividad, la formación y los intereses pueden ser decisivos. Porque podemos estar ante una verdadera maravilla como El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011) de Terrence Malick y que la gente salga echando pestes, endosando su aburrimiento a una película que no entendió y que tampoco se esforzó en entender. (Afortunadamente están los franceses –como dice Woody Allen en El ciego–, que la coronaron en Cannes con el premio más importante al que se puede aspirar, la Palma de oro.) Lo mismo puede suceder con la prensa especializada, particularmente con la de espectáculos: he mencionado en más de una ocasión los despropósitos que lanzó al aire una “conductora” de TV Azteca –que transmitía la entrega de los Óscares– sobre Boyhood de Richard Linklater, a la que no se cansó de denostar. No obstante, estamos ante una gran película que muestra aristas de la vida misma, una película que Christopher Nolan calificó como lo mejor que vio en 2014. Qué nos dice una película depende de nuestro estado de ánimo, de nuestra curiosidad, de nuestra formación, de nuestros conocimientos e intereses, de nuestra capacidad de reflexión, de nuestra sensibilidad. Si uno considera el universo en el que vive y la nimiedad que supone lo humano en el cosmos tal vez comparta las angustias de Woody Allen; si las relaciones de pareja ocupan un espacio de reflexión, tal vez se tenga una mejor recepción de las cintas de Bergman o Antonioni; si se tiene cierta preocupación por el estado espiritual del hombre tardomoderno, Tarkovski y Malick son referentes de cabecera, etc. Por eso procuro a ciertos autores, y aun una película floja de Woody Allen o de Martin Scorsese son buenas: porque ambos son técnicamente solventes (Scorsese es genial) y tienen un discurso que ha crecido a lo largo de sus filmografías. En conclusión: una buena película siempre dice algo valioso.

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