Mistery Train: un coctel contrastante

Mistery Train (1989), el cuarto largometraje de Jim Jarmusch, es una película de transición, una entrega a medio camino entre lo viejo y lo nuevo, entre la constatación –o la constante– y el riesgo, entre su filmografía previa y el cine por venir. El coctel tiene sus virtudes; también sus bemoles.

El cineasta norteamericano es congruente en su forma de escritura episódica: registra tres historias que coinciden primero en el espacio y luego en el tiempo. Cuando escribía esta película, anota en una entrevista publicada por el diario británico The Guardian, estaba interesado “en pensar en formas literarias”:  “Estaba muy interesado en Chaucer, en cosas que contienen historias más pequeñas para hacer un trabajo más grande, y estaba jugando con la idea de cosas que suceden simultáneamente”. La geografía la aporta Memphis, Tennessee, ciudad que goza de fama porque ahí están los estudios Sun, donde grabaron, entre otros, Roy Orbison, Carl Perkins, Jerry Lee Lewis y Elvis Presley. Asimismo, ahí se ubica Graceland, la mansión de El rey. La simultaneidad aparece con un misterioso disparo, que se aclara al final.

La cinta inicia con “Lejos de Yokohama”, episodio en el que seguimos a una pareja de jóvenes japoneses que llega –en tren: título obliga– a la ciudad de marras. Se instalan en un hotel pobretón. Por allá, en el segundo episodio –“Un fantasma”– llega también una italiana que espera volar a Roma, al día siguiente, con el cadáver de su marido y que se las ve con el fantasma de Elvis. Cierra la cuenta “Perdidos en el espacio”, protagonizada por dos desempleados (uno de origen británico, que contra su voluntad es apodado Elvis) y un barbero que asaltan una vinatería, balean al dependiente y van a esconderse al mismo hotel.

Jarmusch regresa al registro en color, al que había abandonado desde su ópera prima, Vacaciones permanentes (Permanent Vacation, 1980). Hace de él un uso expresivo y es notable la sólida y colorida paleta que aparece en las calles, en el hotel (donde abunda un rojo premonitorio). Trabaja por segunda vez con el cinefotógrafo de origen holandés Robby Müller, quien había estado detrás de la cámara de París, Texas (1984) de Wim Wenders y en adelante se convertiría en un colaborador habitual. La cámara, para no variar, es un acompañante fiel que en largos travels viaja con los personajes y, gracias a la buena profundidad de campo, da protagonismo a una ciudad sucia, hostil y casi desértica. Si bien Jarmusch imprime las habituales dosis de humor, se hace evidente un ambiente poco amigable, hasta cierto punto mezquino, cortesía de los lugareños. El norteamericano se ocupa de nuevo de pequeñas transgresiones que ocurren dentro de relaciones fugaces: la compañía en los viajes, como en la vida, se mantiene por algunos trayectos y por conveniencia, pero apenas desaparece el pretexto que les dio origen, es necesario hacer un gran esfuerzo para mantenerlas: la voluntad completa lo que el azar inicia.

Jarmusch hace un homenaje a la ciudad que otrora dio brillo a Estados Unidos y fue referencia del Rock and roll. Presenta múltiples referencias a los rockeros mencionados y concede a la música un rol importante: por boca del japonés reivindica a Perkins frente al engolado Elvis, en la radio se escucha la voz de Tom Waits, el score es cortesía de John Lurie; en pantalla hace un homenaje a Screamin’ Jay Hawkins, al que “maltrataba” en Más extraño que el paraíso (Stranger than Paradise, 1984) y aquí aparece como empleado nocturno del hotel. La extrañeza surge con la ampliación del campo cultural: nipones y negros aparecen en su filmografía por primera vez. Los primeros, para revelar con mirada ajena la singularidad norteamericana (como hacía Wenders, desde otra óptica, en la cinta citada); los segundos, que en sus cintas lucen auténticos, para dar voz e imagen “desde adentro” a la otra América.

Mistery Train, como todas las películas de Jarmusch, tiene su gracia. Sin embargo el coctel queda corto. El reproche va, antes que otra cosa, a la ambición narrativa, que se queda corta. Porque si el primer episodio es redondo y el registro de la relación de pareja es revelador en su pasiva rutina, los otros dos son apenas esbozos. La pretensión de construir historias juega en contra de la propuesta contemplativa, porque ni da curso a la narrativa sugerida ni concede densidad a la pequeñez de sus personajes. En “Perdidos en el espacio”, por ejemplo, echa mano del manido recurso de detonar las cosas con la aparición de un arma. Al final este tren no llega tan lejos como promete: reserva y revela escasos misterios.

 

,

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *