La ballena: ¿toda paternidad es marcada por la culpa?

Desde Pi, fe en el caos (Pi, 1998), y aun desde antes, Darren Aronofsky se ha asomado con agudeza y tristeza al interior de la mente y los afectos humanos. Sin miramientos ni sutilezas: la exacerbación y la confrontación dan forma a la exploración. Su estilo –con matices atípicos– contribuye bastante a ese afán de profundizar lo que sucede con personajes que viven en el umbral de la cordura y poseen una intensa carga sentimental: así sucede con la protagonista de Cisne negro (Black Swan, 2010) y con los personajes de Réquiem por un sueño (Requiem for a Dream, 2000) y ¡Madre! (Mother!, 2017). Su labor arroja luz sobre asuntos que nos atañen a todos, y si es posible tomar distancia con lo que se despliega en pantalla (al ver ahí casos que son llevados al extremo), el espectador no permanece indiferente, y a menudo le resulta inevitable la identificación. Por eso uno no sale indemne de sus películas. Éstas resultan inquietantes porque nos exponen a desvíos mentales y honduras emocionales reconocibles y cercanos a todos los seres humanos. Ya en Protozoa (1993), uno de sus primeros cortometrajes, establecía un puente con el amo de la iluminación de los márgenes, con David Lynch (que refrenda en La ballena, cuyo protagonista tiende puentes con el de El hombre elefante); en sus largometrajes ha ido ampliando el campo de batalla (y hasta el videoclip que realizó con Lou Reed y Metallica, The View, resulta inquietante). En La ballena (The Whale, 2022), su más reciente largometraje, se asoma con la habitual densidad a otro abismo apasionante.

La ballena se inspira en la obra de teatro homónima de Samuel D. Hunter, quien también es autor del guión. Sigue las contrariedades de Charlie (Brendan Fraser), que según la sinopsis que ofrece la imdb.com, es “un solitario profesor de inglés que vive con obesidad severa” que “intenta reconectarse con su distanciada hija adolescente para tener una última oportunidad de redención”.

Con un aspect ratio de 1.33:1 (el clásico formato de pantalla, que es más cercano al cuadrado que al rectángulo), Aronofsky constriñe el encuadre y la escena. La cámara por lo general es estática (sólo se mueve en algunas irrupciones de la hija), y lo que podría revelar y amplificar el origen teatral de la cinta termina por acentuar el estancamiento del rollizo personaje. La puesta en escena subraya la grisura del espacio del departamento que habita Charlie. Para no variar, la luz es cortesía de Matthew Libatique –cinefotógrafo de cabecera del cineasta– y contribuye a establecer un ambiente sombrío; la escenografía, que luce recargada de libros y de objetos domésticos, termina por acentuar la tristeza ambiental. No está de más, por supuesto, hacer el elogio del extraordinario desempeño de Fraser, quien da verosimilitud y emotividad a Charlie (y que, para algunos comentadores, parece ser el único mérito de la cinta). En algunos momentos las músicas de Rob Simonsen contribuyen a la exaltación de diferentes sentimientos.

Aronofsky amplia la reflexión que presentó en El luchador (The Wrestler, 2008) y lleva a cabo un agudo ensayo sobre la paternidad, que es marcada en este caso singularmente por la culpa (¿singularmente o como en todos los casos?). El asunto pasa por el terreno moral (como tanto le gusta al cine norteamericano) y nos presenta a un ser humano bueno que hizo algo malo. Es amable, afable, tiene un buen sentido del humor y la capacidad de tomar en cuenta a los demás, pero vive atormentado por la culpa después de haber abandonado a Ellie (Sadie Sink), su hija; se sabe culpable y no tiene la capacidad de perdonarse. Por eso su vida es un sacrificio constante y se castiga engullendo cantidades impresionantes de comida y engordando al grado de que difícilmente puede moverse con ayuda de una andadera. Compensa su mala conciencia tratando de empujar a sus alumnos –que son sucedáneos de su hija ausente– a ser auténticos. Y como no hay culpa que cierre todas las ventanas (porque el culpable que las cierra ya no es), vive con el único propósito de redimirse ante su hija. Necesita creer que hizo algo bien, además de participar en la existencia y en los cimientos de ella. Por eso, también, exalta la capacidad de expresión de Ellie (lo cual valora particularmente, tanto en lo personal como en lo profesional) y ve en ella virtudes que nadie más ve o, en el mejor de los casos, que resultan ambiguas. A Charlie lo mantiene vivo el saber que Ellie tendrá un buen futuro gracias a su contribución. En la ruta cobra valor Moby Dick, la obra maestra de Herman Melville, y en especial un ensayo sobre ella.

Aronofsky construye un melodrama cabal. Si la exacerbación, ya lo decíamos, es un rasgo característico de su obra, aquí no sólo acompaña a un descomunal ser humano, sino que lo hace por medio del drama superlativo. Este género lleva al extremo las situaciones que presenta con el propósito de provocar emociones intensas, ambiciona calar hondo. Lo cual le cuadra requetebién a Aronofsky. No es raro, entonces, que uno termine de ver La ballena conmovido, sacudido, y que aparezca más de un sollozo en la sala oscura.

Calificación 90%

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