Desde el inicio de El primer hombre en la luna (First Man, 2018), Damien Chazelle pone las cartas sobre la mesa, es decir el dispositivo en pantalla: acompañamos a Neil Armstrong (Ryan Gosling) de cerca –de muy cerca– mientras hace un pilotaje. Los planos cerrados y el ruido de metal, del choque de fierros en una vibración constante, nos invitan a compartir el zarandeo que vive el piloto. Se siente que se viaja en un artefacto que no es muy sólido y que en cualquier momento todo puede irse al infinito y más allá. Chazelle se suma a la tendencia que ha venido presentando desde hace algunos años el género que gira alrededor de la aeronáutica y hace del viaje espacial, para comenzar, una experiencia, una aventura que el espectador ha de compartir.
El primer hombre en la luna es el más reciente largometraje de Chazelle, quien entregó buenas cuentas en Whiplash (2014) y La La Land (2016). A diferencia de éstas, ahora el proyecto no tiene como origen un guión escrito por él (el responsable es Josh Singer, quien se inspira en un libro de James R. Hansen y es responsable de los textos que estuvieron en el origen de En primera plana y The Post). No obstante, el personaje tiende un puente de continuidad con los obsesivos jóvenes que protagonizaron sus películas mencionadas. Ahora acompañamos a un hombre un poco mayor que es padre y tiene en su esposa un sólido pilar. Armstrong es un hombre de familia de pocas palabras que vive atormentado por la muerte de su hijita. Su vida no gira alrededor del éxito-a-cualquier-costo –como sucede en sus cintas anteriores– mas se involucra, con los resultados que ya conocemos, en el proyecto que habrá de llevar el hombre a la luna. Lo demás “es un pasito para el hombre y un gran salto para la humanidad”.
Como se anota párrafos arriba, Chazelle propone un acercamiento casi epidérmico al personaje. Con planos cerrados y una continua vibración (echa mano de la cámara en mano permanentemente) acompañamos cada etapa del proyecto espacial en la que Armstrong se ve involucrado. Así se instala la subjetividad y compartimos el punto de vista del astronauta, estrategia que contribuye a multiplicar la emoción. La puesta en escena no sólo se empeña en recrear con solvencia y rigor los años sesenta, sino que matiza los estados de ánimo y las diferentes etapas que viven el personaje y su familia. El montaje aporta entre otras cosas parte del frenesí; porque el resto está en la banda sonora, que hace mucho más que informar: nos pone en la nave; tensiona y relaja, asusta y tranquiliza.
Chazelle da cuenta de episodios históricos y construye una película biográfica correcta. En la superficie están las fechas y los proyectos que llevaron al primer hombre a la Luna, los eventos documentados; la competencia con los rusos, el orgullo norteamericano en plena Guerra Fría. Sabe conservar la curiosidad del espectador incluso cuando el final ya lo conocemos. Porque el cineasta va más allá de la biografía y perfila con trazos firmes al héroe atormentado: al hombre tenaz que sin discursos patrioteros hace lo que tiene que hacer, lo que se espera de él. Hacia el final Chazelle da un paso sólido y emotivo: revela la personalidad del taciturno Neil al conjugar la hazaña pública del astronauta con el gesto íntimo del padre, quien hace un homenaje a la hija ausente. En todo momento El primer hombre en la luna concede protagonismo a Janet (Claire Foy), su esposa. Incluso en los pasajes de acción se da constante presencia a ella, por medio del montaje alterno: vamos de las vicisitudes de Neil a las preocupaciones de Janet, lo que incrementa la tensión. Más que de palabras, la relación entre ambos está hecha de montaje, de acercamientos y miradas, de la presencia perenne aun en la ausencia.
Chazelle entrega una cinta redonda que funciona desde las prerrogativas de más de un género. El cine espacial, la biografía y la aventura contribuyen a la ampliación de los temas que ha esbozado en su filmografía previa, y hace apuntes valiosos sobre el hombre incompleto. Si el protagonista de Whiplash se condena a la soledad y la muerte probable por alcanzar el éxito, si los personajes principales de La La Land apuestan por sus carreras y sacrifican el gran amor, Armstrong no renuncia a su familia ni a su carrera, pero vive con la impronta del infinito dolor. También él.
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