El olvido que seremos: “Querido papi:…”

En la filmografía del español Fernando Trueba, América Latina, la América descalza, ha ocupado un lugar singular. En más de una ocasión la inspiración, la historia y el tema, los personajes y el paisaje, ¡las músicas!, tienen origen en la América que habla en español. Son particularmente memorables sus acercamientos a diversos músicos caribeños en los documentales Calle 54 (2000), en el que sigue a algunas leyendas del jazz latino (entre otros a Chucho Valdés, Paquito D’Rivera y Tito Puente), y el maravilloso El milagro de Candeal (2004), en el que acompaña al pianista cubano Bebo Valdés (protagonista con El Cigala del concierto que recoge Blanco y Negro) en una especie de peregrinación por San Salvador de Bahía, en Brasil (y en el que aparecen algunas glorias de la música local, como Carlinhos Brown, Gilberto Gil y Caetano Veloso); aplausos aparte merece Chico & Rita (2010), en la que la animación y la música contribuyen al prodigio. Ahora Trueba se inspira en un libro del colombiano Héctor Abad Faciolince, quien entrega en El olvido que seremos (publicado en 2006) un homenaje memorable a su padre. (El título, dicho sea de paso, proviene de un poema de Jorge Luis Borges que ocupa un lugar relevante en la historia del protagonista; y como en su momento se sospechó que era apócrifo, el escritor hizo una investigación para confirmar la autenticidad de la autoría, de la cual da cuenta en un ensayo que aparece en su libro Traiciones de la memoria.)

El olvido que seremos (2020), la película, ubica la acción en dos años en particular: inicios de los años 70 y 1987. Sigue de cerca a Héctor Abad Gómez (Javier Cámara), un médico de Medellín que se gana la vida como profesor universitario y que apuesta por la prevención como la mejor estrategia para la salud. Pero más que una película biográfica convencional sobre la faceta pública del médico que luchó contra la insalubridad en las calles y la política de la ciudad antioqueña, ingresamos a la intimidad de su familia, a la cotidianidad en el hogar: la convivencia con sus cinco hijas, con su esposa, con su único hijo, Héctor. Éste idolatra al padre, y lo seguimos en su niñez y en su juventud (interpretados por Nicolás Reyes Cano y Juan Pablo Urrego respectivamente), cuando viaja a Italia a hacer estudios literarios y después vuelve a Colombia.

Como en el libro, Trueba apuesta por seguir el relato desde el punto de vista del hijo. Para empezar la subjetividad se construye acá desde el color, y el cineasta rompe con la tradición del pasado en blanco y negro y el presente en color. Aquí asistimos a un pasado colorido, registrado con una pátina setentera, y un presente monocromático que tiene matices pertinentes para subrayar el romance y la tragedia: mientras el padre ilumina el pasado –feliz–, el hijo transita por la grisura del presente colombiano. La cámara tiene un rol discreto, mas conduce el relato con solvencia, se diría que con humildad. Así, la puesta en escena se lleva el protagonismo, y no sólo por la construcción verosímil de las dos épocas en las que se ubica la historia, sino porque luces, escenarios y actuaciones consiguen dar naturalidad a la vida en familia, y ésta no es una familia de tantas. Conforme se suman situaciones sin aparente relevancia dramática se va incrementando la calidez: aquí está, me parece, uno de los mayores valores de la cinta. Con las músicas (cortesía del polaco Zbigniew Preisner, sí, el músico de cabecera de Krzysztof Kieslowksi), a menudo graves, se subraya en todo momento el amplio abanico emocional que habita la cinta.

Con trazos sutiles Trueba va perfilando un personaje apasionado y sensible que no renuncia al ideal ni a la bondad, que enarbola una filosofía diáfana que tiene a la libertad y el amor como pilares fundamentales. El realizador es atento al detalle y concede valor a miradas y a gestos nimios que resultan significativos, a veces más que las palabras. Asimismo, imprime valiosas dosis de humor que hacen que el padre se vuelva entrañable. El punto de vista del hijo es bastante provechoso, y el espectador es invitado –seducido– a compartir la veneración que se le expresa a este padre que “vale por dos”. Del valor como médico y como gestor de políticas públicas de salud queda constancia en la cinta, pero sobre todo del ser humano querido y admirado, de ideas claras y acciones consecuentes. “Un hombre tan bueno” (y América Latina es un buen lugar para matar a los hombres buenos), como lo califica su esposa en el momento más aciago.

Más que dar cuenta de los tiempos turbulentos en los que transcurre la historia y de la trascendencia política del protagonista –que aparecen en segundo plano–, Trueba se suma al homenaje que Abad Faciolince hizo en su libro a su padre; entrega una película con abundantes dosis de emotividad, que va del drama al melodrama y no elude la sensiblería (que incluso recoge algún exabrupto al estilo Hollywood). Así las cosas, cuando veas El olvido que seremos asegúrate de tener a la mano pañuelos desechables: los vas a necesitar.

Calificación 85%
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