El festival de Rifkin: la lucidez del turista

Rifkin’s Festival: un romance equivocado en un lugar adecuado (Rifkin’s Festival, 2020) podría ser el testamento de Woody Allen. Sería un conmovedor adiós. (Que conste que de ninguna manera deseo el retiro del cineasta y, a juzgar por la última escena de la película, su respuesta a aquella pregunta que le formularon años atrás, “¿qué piensa de la muerte?”, sigue siendo: “estoy en contra”.) Pero no lo es. Tampoco es un divertimento. Es, más bien, una especie de compendio de la obra del enorme Allen, de las obsesiones y preocupaciones, de las filias y fobias, del gran Woody.

Rifkin’s Festival acompaña a Sue (Gina Gershon) y Mort Rifkin (Wallace Shawn) en su estancia en San Sebastián. Ella trabaja en asuntos de prensa para un estudio y él, un escritor sin obra, la acompaña. Mientras ella atiende sus labores al lado del realizador Philippe (Louis Garrel), con el que aparentemente hay más que una relación profesional, él camina por la ciudad y piensa… y sueña. Su vida onírica es su festival, y por ahí transitan los hitos de los realizadores que Mort –y Woody– admira (y que pueden consultarse aquí: https://www.imdb.com/title/tt8593904/movieconnections/?ref_=tt_trv_cnn): de Orson Welles a Ingmar Bergman –siempre Bergman–, pasando por Federico Fellini, Luis Buñuel y más de un autor de la Nueva Ola (Jean-Luc Godard, François Truffaut, Claude Lelouch). Por allá su matrimonio vive una impostergable crisis y conoce a la doctora Jo (Elena Anaya), quien literalmente le hace bien a su corazón.

Allen hace gala de nuevo de un estilo cálido y solvente. La puesta en cámara por lo general es discreta y apuesta por planos abiertos, pertinentes para dar protagonismo a la ciudad. La puesta en escena tiene matices de exquisitez, y a ello contribuye de buena forma la cinefotografía del mítico Vittorio Storaro (colaborador de cabecera de Bernardo Bertolucci y Carlos Saura), cuyas luces apoyan las vicisitudes de la narrativa y hacen aportes significativos a la emoción. En la banda sonora se hacen presentes las composiciones originales de Stephane Wrembel, guitarrista de jazz de origen francés, pero también algunos fragmentos de las músicas de las películas visitadas (de Nino Rota, Georges Delerue y Lars Johan Werle entree otros).

Rifkin’s Festival avanza con la celeridad que caracteriza a Allen. Sus películas parten de una especie de premisa (moral, vital) y las historias avanzan a paso acelerado para exponerla, desarrollarla y extraer las consecuencias. A veces las historias funcionan bien (o muy bien, como en Match Point o Jazmín azul, por citar un par de ejemplos más o menos recientes), en otras no hay tanta fortuna (como Un día lluvioso en Nueva York). Y en el cine la generación de emoción es consecuencia del curso de la historia, y el caudal emocional es fundamental para que, en último término, la temática resulte significativa. Es justo reconocer que con Allen la densidad está garantizada, pues sus reflexiones son agudas, pero la narrativa (y el cast, como en la mencionada Un día lluvioso en Nueva York) puede hacer flaco favor al resultado global de la cinta cuando genera escasos aportes en el terreno emocional. Rifkin’s Festival arranca con lentitud y hay escenas en las que el juego actoral y los diálogos resultan hasta inverosímiles; y asistimos así a una puesta en escena que se ve, a la que “se le notan las costuras”, es decir, somos conscientes que hay una puesta en escena (lo cual puede no ser tan grave, como la Navidad que cada año nos aprestamos a escenificar) con unos actores que se esmeran en hacer creer que son unos personajes. Pero, parafraseando al buen Rick (Humphrey Bogart) en Casablanca (1942), siempre nos quedará la cámara (y Rifkin suspira en más de una ocasión por París). Y ésta, en más de un momento, es genial.

Rifkin’s Festival alza el vuelo conforme avanzan los eventos, en particular cuando Rifkin se ilusiona por la doctora Jo. Vuelven a escena los grandes temas que habitan la obra de Allen, que rondan alrededor de las grandes preguntas de la filosofía (¿por qué hay algo y no más bien nada?, ¿qué puedo hacer?, ¿cómo lidiar con la noción del sinsentido de la vida?), que aquí aparecen en boca del protagonista. Con Allen estas preguntas no son atemporales, pues una de las grandes virtudes que tiene la filmografía del neoyorquino es que ha dado cuenta de estos asuntos en las diferentes edades que ha vivido. Ahora se lo pregunta un octogenario, y la cinta es una especie de corte de caja en la vejez. Rifkin/Allen no está encarando la muerte: es claro aún piensa en la vida. Y para él ésta pasa necesariamente por el cine, por lo que los sueños de Rifkin dialogan con las diferentes edades que ha dejado atrás. Woody regresa a las películas que lo formaron, que dejaron en él una honda huella, y éstas forman una trama con su existencia. Así hace un reconocimiento, un homenaje al cine y los autores que resultaron significativos para él, como de hecho anota en sus prodigiosas memorias: A propósito de nada. Las citaciones son lucidoras, pero no son mero lucimiento. (A diferencia de Tarantino, quien se apropia de sus modelos para su propio lucimiento; y sin darles crédito, como afirma Jim Jarmusch.) No faltan, tampoco, los guiños a sus películas previas o las “autocitas”, en particular a Media noche en París (Midnight in Paris, 2011), en la que acompañamos al turista que va tomando claridad sobre quién es, quién quiere ser y qué quiere hacer. En este reconocimiento al séptimo arte, hay también una crítica a la vanidad y frivolidad de los creadores. Philippe es el ejemplo ad hoc: es pretensioso y presumido, vanidoso y vacuo (más que un director, el personaje debió ser un actor). Allen vuelve además a su época de escritor de chistes, y se da oportunidad de una digresión, cuando el judío Rifkin entra en una iglesia católica y propone una fecha más adecuada para el sacrificio de Jesús.

Allen reivindica una vez más la posibilidad de ilusionarse, ahora en la vejez. Y el amor es la posibilidad. A menudo Allen ha reconocido y validado las pulsaciones por las jóvenes mujeres (Manhattan, Así pasa cuando sucede), y aquí no es la excepción. Es un rasgo de honestidad que cobra valor en tiempos de exacerbación ideológica-genérica (y más con la sombra que Mia y Ronan Farrow se han encargado que no desaparezca de la imagen de Allen). En Rifkin’s Festival este reconocimiento no está exento de contratiempos, pero para lidiar con ellos está el humor. Allen no se engaña a sí mismo, y sabe que una cosa es ilusionarse por alguien y otra que pueda haber una correspondencia, que la relación pueda prosperar. La resolución de la ilusión se lleva a cabo de forma prodigiosa, con un movimiento de cámara (grúa-travel) que es pura emoción. Queda claro que Rifkin no escribirá la novela importante que ha anunciado, que ha fracasado como artista y como intelectual, que no llenó las expectativas de su esposa. Pero la vida no se acaba hasta que se acaba, como diría Yogi Berra. Y lejos de ponerse a llorar o claudicar, se replantea las posibilidades de futuro, como regresar a lo que le dio alegría, como sus cursos de cine. A ellos habrá de apostar, pues no piensa dejar de vivir, como sugiere la escena en la que se enfrenta a la muerte. Para ello Allen trae a cuento El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957) de Ingmar Bergman. La escena, en la que Christoph Waltz da vida a la muerte, resulta hilarante y memorable. Ahí Rifkin/Allen manifiesta la voluntad, el deseo de seguir vivo, de seguir llenando sus días, porque el hecho de que la vida no tenga sentido no implica que su vida tenga que ser vacía.

Para Alejandro Estrada y José Javier Coz

Calificación 75%

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