Dune III: Dune según Denis Villeneuve

El canadiense Denis Villeneuve (La mujer que cantaba, Tierra de nadie: Sicario, Blade Runner 2049), responsable de la realización y coautor del guión de Duna (Dune, 2021), tuvo la fortuna de poder revisar cada aspecto negativo de la película que David Lynch filmó en los años ochenta del siglo anterior, Dunas (Dune, 1984). De entrada, es claro que atiende el más grave: la caótica narrativa. Propone, así, una narrativa convencional que obedece con rigor a la causalidad. La historia ahora resulta mucho más clara, si bien, en esencia, no es muy diferente de la planteada en la cinta de Lynch. Bueno, sí hay una diferencia fundamental, porque Duna es medio Dunas. Ya veremos por qué.

Duna se inspira en la novela homónima de Frank Herbert y da cuenta de la instalación de los Atreides, en el año 1019, en el planeta Arrakis. El duque Leto (Oscar Isaac) acepta la invitación del emperador para hacerse cargo de la administración de las instalaciones que producen una especia tan valiosa como codiciada, pues es el combustible que permite los viajes interestelares. Leto se instala en el desértico Arrakis con su concubina, Lady Jessica (Rebecca Ferguson), y su hijo, Paul (Timothée Chalamet). Si bien los lugareños (los freman) ven en éste al posible mesías que habrá de regresar la esperanza al género humano (¿es el balance de la fuerza?), las contrariedades pronto se multiplican para los Atreides. Entre otras cosas porque los freman ven con recelo a los recién llegados y porque los Harkonnen –encabezados por el barón Vladimir (Stellan Skarsgård)–, otrora explotadores de la especia, no pretenden renunciar a las utilidades que ésta genera.

Villeneuve ofrece un espectacular viaje galáctico por paisajes contrastantes: va de las frescas playas marinas al abrasador desierto. Explota con fortuna los planos abiertos, que son pertinentes lo mismo para registrar escenarios monumentales que para dar cuenta de la fuerza de las huestes presentes en Arrakis y más allá. Apuesta por una puesta en escena que es futurista en el diseño de espacios, naves y algunos vestuarios; es discreta en el maquillaje y en el manejo de la luz, cortesía del australiano Greig Fraser (responsable de la cinefotografía de Rogue One: una historia de Star Wars). Después de casi cuarenta años y doscientas entregas de Star Wars es evidente el avance tecnológico en la cinematografía y la asimilación de un estilo de iconografía. La banda sonora no es discreta: con el afán de apoyar la narrativa y la emoción, de darle grandeza a la propuesta, en todo momento se roban la atención las músicas y los efectos sonoros de Hans Zimmer, quien le pone galleta a su labor y entrega un soundtrack menos potente que estridente.

Villeneuve se apega a los dictados del cine fantástico (Dune no es ciencia ficción, es fantasía) para dar cuenta del ascenso –otro– de un mesías que sigue con exactitud el viaje del héroe propuesto por Joseph Campbell en su memorable libro El héroe de las mil caras (va del mundo ordinario al especial y regresa con el elixir del conocimiento). A pesar de la monumentalidad de la puesta en escena, la ruta de este héroe resulta insípida y diminuta (entre otras cosas porque la puesta en cámara no alcanza dimensiones épicas, porque Villeneuve no es brillante en el registro de la acción). En esencia, la cinta cuenta cómo el niño Paul llega a contradecir un designio materno, pues dos horas y media después, el chamaco le dice “no” a su madre. Es decir, somos testigos de cómo el beautiful boy se convierte en el beautiful young. En la filmografía de Villeneuve no es poca cosa, pues la madre no es irreprochable, y si en La llegada (Arrival, 2016) es un titiritero egoísta, acá es sospechosa, no en vano Leto le pregunta si, llegado el momento, va a anteponer el hijo a sus propios intereses. Y si bien hay un guiño al Apocalipsis (Apocalypse Now, 1979) según Francis Ford Coppla (el barón emerge de un líquido oscuro, como lo hacía Willard en la cinta de marras), en Duna no hay mayor profundidad que consignar, mayor abyección que relatar.

Al final, la apuesta de Villeneuve por el espectáculo audiovisual entrega buenas cuentas en lo visual (y ni tanto: en este renglón no me parece una película particularmente memorable) y menos buenas en lo sonoro (la cinta aturde). No obstante, queda a deber en el terreno sustancial. Ahí está el mayor reproche a la cinta de Villeneuve: el mucho ruido no alcanza a ocultar las pocas nueces; el oropel no esconde la vacuidad. Estamos ante una superproducción que no desarrolla con rigor tema alguno. Para acabarla, la cinta no concluye ni termina, simplemente se interrumpe. Porque ya se ve en el horizonte Dune 2.

A menos que se me escape algo muy profundo –y, por ende, muy oculto– después de ver Dune según Jodorowsky, Dune según Lynch y Dune según Villeneuve voy llegando a la conclusión de que Dune es una tomadura de pelo.

 

Dune II: Dune según David Lynch

De Dunas (Dune, 1984) de David Lynch suele recordarse el estrepitoso fracaso de crítica y público: no gustó al segundo y no convenció a la primera; fue una superproducción de 40 millones de dólares –de aquéllos– que en taquilla fue deficitaria y ni siquiera recuperó su costo. ¿Las razones? Fue un proyecto más pretensioso que ambicioso que, de cara a las evidencias, no cayó en las mejores manos. Si bien es posible detectar en diferentes pasajes de la cinta la rúbrica del cineasta, la narrativa resulta accidentada, y la sustancia – para decirlo en términos de lo que propone la historia– se diluye en las arenas de Arrakis. De la experiencia Lynch salió fortalecido (dos años después se reivindicó con una de sus obras maestras: Terciopelo azul); Dunas quedó para en su filmografía –para ponerlo en términos de mortificación lyncheana – como una odiosa deformidad, una inocua pústula.

El guión de Dunas es cortesía de Lynch, quien se inspiró en la novela homónima de Fank Herbert. La acción se ubica en el año 10191 y sigue las vicisitudes de la familia Atreides: papá duque Leto (Jürgen Prochnow), mamá Jessica (Francesca Annis) e hijo Paul (Kyle MacLachlan). El duque es comisionado para hacerse cargo de Arrakis, un planeta que es importante para el imperio –del que los Atreides forman parte– porque produce una codiciada especia (y de cuyo valor sabemos más de lo que vemos). Por allá acechan los peligros, pues los antiguos administradores, los Harkonnen, han dejado algunas trampas y están dispuestos a volver. Entre traiciones y huidas Paul encuentra su destino: es el mesías que el universo ha esperado por años.

Lynch propone una cámara discreta y una puesta en escena monumental para crear la arquitectura y los escenarios de los planetas donde transcurre la acción. Asimismo, concibe una realeza retro, que vive en palacios con aires añejos y viste como la nobleza de siglos pretéritos; hay deslices al futurismo en el diseño de los trajes que usan en algunos planetas. Los maquillajes son indispensables para la caracterización –como habitualmente sucede en las películas de Lynch–, y llama la atención en particular el odioso barón Harkonnen (Kenneth McMillan), un obeso sujeto –que no puede con su peso, por lo que levita artificialmente– cuyo cuerpo está cubierto de enormes ampollas. En la ruta hay guiños a la iconografía y la lengua musulmanas, lo que hace aportes al fenómeno religioso que está en el fondo y la superficie de Dune. Los efectos especiales, que hoy parecen rupestres, contribuyen a construir un futuro verosímil; funcionan bien aunque por momentos no se ven tan bien. Las músicas, cortesía del grupo Toto, se escuchan con frecuencia, y lo mismo apoyan la intriga que empujan con tibieza el tono épico que pretende habitar la cinta.

El dispositivo, con todo, es atractivo. El problema está en otra parte: en la narrativa. Lynch engarza las escenas, sobre todo al inicio, de tal forma que no resulta sencillo entender la lógica del relato. El cineasta evita seguir las prerrogativas de la narrativa convencional, que se sustenta en la causalidad, y apuesta por los derroteros de la casualidad, por lo que las sorpresas se multiplican generando confusión. Así, la primera hora de la cinta avanza de forma caótica (ya decía Jodorowsky que las primeras cien páginas de la novela de Herbert lo eran) y es un tanto tortuosa. La película inicia con lucidores pero inútiles prolegómenos, con largas presentaciones de personajes. Despega tarde, y cuando llega el momento de lo relevante, a Lynch le ganan las prisas y recurre a explicativas voces en off, recurso que llama la atención negativamente, pues no lo usa sistemáticamente y su función, como salvadora de la narración, resulta transparente. Para acabarla, Lynch es pueril en el registro de la acción, por lo que ésta resulta insípida. Al final la ruta del héroe (que es consecuente con la que Joseph Campbell describió en su reputado libro El héroe de las mil caras y que George Lucas registra religiosamente en su Guerra de las galaxias), la que sigue Paul, también lo es, y este mesías genera más indiferencia que esperanza.

Al final surge en la mente aquella máxima de “zapatero a tus zapatos”. Lynch no parece estar cómodo en el thriller y en la épica. Si bien hay pasajes valiosos, en los que cobran valor algunos matices psicológicos –más que espirituales– de sus personajes, la propuesta resulta fallida. El tema, que pasa por el crecimiento, por la realización del potencial, por la asunción del destino y la consecución de las metas, se extravía en el oropel. Acaso Dune se acomoda mejor al estilo de Steven Spielberg (recordemos cómo, reconociendo sus propias posibilidades, Stanley Kubrick pensó en él para Inteligencia Artificial). En conclusión, Lynch, que ha dicho en repetidas ocasiones que no tuvo el control del corte final y no terminó haciendo la película que tenía en mente, parece rebasado y entrega una cinta de escasa inspiración y ostentosas carencias: sin duda, su peor película.

La película, completa y subtitulada, se puede ver aquí: https://www.youtube.com/watch?v=ILcd0rbhg4Y

 

Dune I: Dune según Alexandro Jodorowsky

Como Perdidos en La Mancha (Lost in La Mancha, 2002), Jodorowsky’s Dune (2013) de Frank Pavich es una película documental sobre una película de ficción que no existe. Como aquélla, dirigida por Keith Fulton y Louis Pepe, despacha con solvencia y gracia una experiencia fallida: es exitosa en su intención de relatar el fracaso de una obra que no fue, y el oxímoron que inevitablemente surge resulta tan memorable como emocionante. Fulton y Pepe siguen las contrariedades de Terry Gilliam en su afán de filmar El hombre que mató a Don Quijote (que fue realizada finalmente casi dos décadas después; pero ésta es otra historia, sobre la que ya volveremos); Jodorowsky’s Dune se ocupa, como anuncia el título, de los afanes del artista de origen chileno para realizar una película cuya inspiración proviene de Dune, la novela de Frank Herbert.

Pavich lleva a cabo una crónica rigurosa de las diligencias que Alexandro Jodorowsky –como otrora firmaba– llevó a cabo para levantar su primer proyecto después de una larga temporada laboral en México. Acá, recordemos, dejó en el teatro un séquito de admiradores –se diría que una secta que le rendía culto– y debutó como cineasta con Fando y Lis (1968); posteriormente realizó El topo (1970) y La montaña sagrada (1973). Justo después de esta última entró en contacto con el productor francés Michel Seydoux y se dio a la tarea de escribir y preparar Dune. En el documental de marras Jodorowsky relata su acercamiento a la novela, cuyas primeras 100 páginas, dice, son confusas, y comenta cómo fue ubicando y contactando a los artistas que contribuirían en diferentes rubros de su propuesta: Moebius, un star francés del cómic, quien dibujó el storyboard de la totalidad de la película; H. R. Giger y Chris Foss, que se encargarían de diferentes aspectos del diseño de arte, como las escenografías y las naves espaciales (y que, años después, colaboraron en Alien); del casting que tenía en mente, y entre los actores que quería para su proyecto figuran David Carradine, Orson Welles, Salvador Dalí y Mick Jagger; para los efectos especiales su primera opción fue Douglas Trumbull, quien había participado en 2001, odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968) de Stanley Kubrick, pero después de un desencuentro de egos se decantó por Dan O’Bannon (quien posteriormente participaría en el guión de Alien); para la música habló con la gente de Pink Floyd y de Magma.

Jodorowsky’s Dune tiene la virtud de hacer un ameno making-of (detrás de cámaras) de un proyecto en el que no llegó a haber cámaras. El relato del fallido Dune resulta atractivo porque, para empezar, es educativo: ilumina las diferentes etapas que sigue una película, los pasos para ir de la letra a la gráfica. Más que la historia, somos testigos de cómo el diseño comienza a cobrar relevancia, de cómo va tomando forma el universo imaginado. En la ruta resulta bastante emocionante cómo, por medio del uso de la animación, en algunos pasajes el storyboard se convierte en imágenes en movimiento. Con todo esto alcanzamos a hacernos una idea de cómo pudo verse y oírse la película. Cabe apuntar que tanta desmesura era prometedora.

Además de dar cuenta del proyecto, Pavich tiene la virtud de hacer un “retrato de cuerpo entero” de Jodorowsky, un ser humano vigoroso (es asombroso descubrir que, al momento de la grabación, contaba con 84 años), un artista de enorme figura, de gran imaginación y contagiosa vitalidad. Todo en el es entusiasmo, desmesura, grandilocuencia. Confiesa que su primera ambición con Dune era llevar al espectador a la experiencia del LSD; posteriormente se va revelando que la aventura que recoge la cinta pretende empujar una expansión de la mente, un crecimiento espiritual (whatever that means), como sucede con El topo y La montaña sagrada, dicho sea de paso. Y como la cinta da cuenta de la gesta de un mesías, él se ve a sí mismo como un profeta. Su Dune sería, así, parte de su religión. Al borde del paroxismo, en algún momento confiesa cómo se apropió del texto, subraya que cambió el final del libro, pues cuando haces una película “no debes respetar la novela […] es como cuando estás casado, tú tomas a la mujer; si la respetas, nunca tendrás un hijo […] debes violar a la novia y entonces tendrás tu película. Yo estaba violando a Frank Herbert, pero con amor”.

Al final se entiende por qué Jodorowsky era visto en México como un gurú, por qué muchos actores lo idolatraban y estaban dispuestos a cualquier sacrificio. Pues trabajar con él era doloroso, ya que pedía a su cast y crew grandes esfuerzos físicos y emocionales, como puede verse en Fando y Lis, en la que maltrata con fruición a Sergio Kleiner y hace que Silvia Mariscal sea manoseada y reciba los embates cachondos de tres varones lujuriosos, entre ellos Juan José Arreola, quien dejó en un texto prodigioso el relato de su experiencia con Alexandro el Grande, Alexandro el Sabio. De no ser por esta disposición ilimitada que le manifestaban los actores, ¿cómo se explica que David Silva se prestara al ridículo y diera vida al personaje abyecto que interpreta en El topo? Jodorowsky, en este documental y fuera de él, se mueve entre la genialidad y la charlatanería. Su personalidad resulta fascinante e irritante; su enorme ego demandaría una serie de varias horas… y en IMAX. (Con sus películas, por otra parte, me ha pasado algo similar a lo que me sucedió con las novelas de Hermann Hesse – que también gustaba de hilar deslices a la fantasía pretendidamente espirituosa)–: el atractivo y la fascinación que experimenté al leerlo en la juventud se volvió en desencanto al releerlo años después.)

Al final Jodorowsky comparte su reacción cuando vio Dune (1984) de David Lynch: conforme avanzaba la proyección, confiesa, se “volvía más feliz, porque la película era terrible”. Más allá de sus comprensibles motivos personales, no hay nada que reprocharle a la apreciación que hace el chileno: en efecto, el Dune de Lynch no es mala, es malísima.

Calificación 65%

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