De Dunas (Dune, 1984) de David Lynch suele recordarse el estrepitoso fracaso de crítica y público: no gustó al segundo y no convenció a la primera; fue una superproducción de 40 millones de dólares –de aquéllos– que en taquilla fue deficitaria y ni siquiera recuperó su costo. ¿Las razones? Fue un proyecto más pretensioso que ambicioso que, de cara a las evidencias, no cayó en las mejores manos. Si bien es posible detectar en diferentes pasajes de la cinta la rúbrica del cineasta, la narrativa resulta accidentada, y la sustancia – para decirlo en términos de lo que propone la historia– se diluye en las arenas de Arrakis. De la experiencia Lynch salió fortalecido (dos años después se reivindicó con una de sus obras maestras: Terciopelo azul); Dunas quedó para en su filmografía –para ponerlo en términos de mortificación lyncheana – como una odiosa deformidad, una inocua pústula.
El guión de Dunas es cortesía de Lynch, quien se inspiró en la novela homónima de Fank Herbert. La acción se ubica en el año 10191 y sigue las vicisitudes de la familia Atreides: papá duque Leto (Jürgen Prochnow), mamá Jessica (Francesca Annis) e hijo Paul (Kyle MacLachlan). El duque es comisionado para hacerse cargo de Arrakis, un planeta que es importante para el imperio –del que los Atreides forman parte– porque produce una codiciada especia (y de cuyo valor sabemos más de lo que vemos). Por allá acechan los peligros, pues los antiguos administradores, los Harkonnen, han dejado algunas trampas y están dispuestos a volver. Entre traiciones y huidas Paul encuentra su destino: es el mesías que el universo ha esperado por años.
Lynch propone una cámara discreta y una puesta en escena monumental para crear la arquitectura y los escenarios de los planetas donde transcurre la acción. Asimismo, concibe una realeza retro, que vive en palacios con aires añejos y viste como la nobleza de siglos pretéritos; hay deslices al futurismo en el diseño de los trajes que usan en algunos planetas. Los maquillajes son indispensables para la caracterización –como habitualmente sucede en las películas de Lynch–, y llama la atención en particular el odioso barón Harkonnen (Kenneth McMillan), un obeso sujeto –que no puede con su peso, por lo que levita artificialmente– cuyo cuerpo está cubierto de enormes ampollas. En la ruta hay guiños a la iconografía y la lengua musulmanas, lo que hace aportes al fenómeno religioso que está en el fondo y la superficie de Dune. Los efectos especiales, que hoy parecen rupestres, contribuyen a construir un futuro verosímil; funcionan bien aunque por momentos no se ven tan bien. Las músicas, cortesía del grupo Toto, se escuchan con frecuencia, y lo mismo apoyan la intriga que empujan con tibieza el tono épico que pretende habitar la cinta.
El dispositivo, con todo, es atractivo. El problema está en otra parte: en la narrativa. Lynch engarza las escenas, sobre todo al inicio, de tal forma que no resulta sencillo entender la lógica del relato. El cineasta evita seguir las prerrogativas de la narrativa convencional, que se sustenta en la causalidad, y apuesta por los derroteros de la casualidad, por lo que las sorpresas se multiplican generando confusión. Así, la primera hora de la cinta avanza de forma caótica (ya decía Jodorowsky que las primeras cien páginas de la novela de Herbert lo eran) y es un tanto tortuosa. La película inicia con lucidores pero inútiles prolegómenos, con largas presentaciones de personajes. Despega tarde, y cuando llega el momento de lo relevante, a Lynch le ganan las prisas y recurre a explicativas voces en off, recurso que llama la atención negativamente, pues no lo usa sistemáticamente y su función, como salvadora de la narración, resulta transparente. Para acabarla, Lynch es pueril en el registro de la acción, por lo que ésta resulta insípida. Al final la ruta del héroe (que es consecuente con la que Joseph Campbell describió en su reputado libro El héroe de las mil caras y que George Lucas registra religiosamente en su Guerra de las galaxias), la que sigue Paul, también lo es, y este mesías genera más indiferencia que esperanza.
Al final surge en la mente aquella máxima de “zapatero a tus zapatos”. Lynch no parece estar cómodo en el thriller y en la épica. Si bien hay pasajes valiosos, en los que cobran valor algunos matices psicológicos –más que espirituales– de sus personajes, la propuesta resulta fallida. El tema, que pasa por el crecimiento, por la realización del potencial, por la asunción del destino y la consecución de las metas, se extravía en el oropel. Acaso Dune se acomoda mejor al estilo de Steven Spielberg (recordemos cómo, reconociendo sus propias posibilidades, Stanley Kubrick pensó en él para Inteligencia Artificial). En conclusión, Lynch, que ha dicho en repetidas ocasiones que no tuvo el control del corte final y no terminó haciendo la película que tenía en mente, parece rebasado y entrega una cinta de escasa inspiración y ostentosas carencias: sin duda, su peor película.
La película, completa y subtitulada, se puede ver aquí: https://www.youtube.com/watch?v=ILcd0rbhg4Y
1 respuesta a “Dune II: Dune según David Lynch”
Sus datos son extremadamente fascinantes. Artículo extremadamente agradable, una deuda de gratitud es para compartir la información,