Graduación : la denuncia de un cine maduro

El rumano Cristian Mungiu es un invitado habitual del festival de Cannes. En 2007 compitió con su segundo largometraje, 4 meses, 3 semanas, 2 días (4 luni, 3 saptamâni si 2, 2007), y de la justa francesa salió con la Palma de oro y el premio de la crítica; cinco años después obtuvo el galardón a mejor guión con Más allá de las colinas (Dupa dealuri, 2012), cinta que además fue reconocida con el premio a mejor actriz (otorgado a las dos protagonistas); el año anterior se embolsó el de mejor director con Graduación (Bacalaureat, 2016), premio que compartió con Olivier Assayas.

En Graduación sigue las contrariedades de Romeo (Adrian Titieni), un médico maduro que vive separado de su mujer pero en la misma casa; ambos tienen como prioridad enviar a su hija a estudiar a Inglaterra. Ella, Eliza (Maria-Victoria Dragus), es una buena estudiante y está cerca de obtener una beca. Pero el día que va a presentar una parte de los exámenes finales del bachillerato es víctima de un intento de violación. Por ello sufre una lesión en un brazo y es vulnerable emocionalmente. La posibilidad de tener malos resultados hace que su padre la ayude de forma cuestionable, lo cual complica la vida de ambos.

Mungiu vuelve con una perspectiva diferente sobre los temas que ha abordado en sus entregas anteriores: la falta de oportunidades en Rumania y el afán emigrar a Occidente; una cotidianidad incierta, a menudo agravada por embarazos no deseados; un presente gris, un futuro negro; la hostilidad y el abandono que vive la juventud. Si en 4 meses, 3 semanas, 2 días y Más allá de las colinas acompañaba a chicas jóvenes en situaciones delicadas, ahora se enfoca en la generación de sus padres. Con cámara en mano y un ritmo apacible, el realizador empuja un drama que pasa por la ética y trae a la memoria de alguna manera el cine del polaco Krzysztof Kieslowski, en particular su Decálogo. Decepcionado de un statu quo corrupto, Romeo ha perdido todo ánimo romántico de cambiar a su país y tiene claro que si Eliza permanece en Rumania lo lamentará con el paso de los años. Por eso se empeña en hacer lo que muchos padres hacen hoy día en países con un futuro incierto o nulo (como México, por ejemplo). El asunto llega a una situación terrible e indeseable: para librarse de la corrupción ambiental parece inevitable participar de ella. Así, el que se ha conducido honestamente y tiene buena conciencia, como Romeo, se ve tentado, casi sin buscarlo, a beneficiarse de los favores del poderoso e ingresar en una cadena de vileza; al cabo no puede engañarse y los reclamos son, en primera instancia, a sí mismo. La cinta va entonces del drama al terror.

Mungiu, sin embargo, abre una ventanita a la esperanza. Porque sus jóvenes son fuertes y decididos: piensan y actúan de acuerdo a sus convicciones, a menudo en contra de los designios de sus mayores. Y si éstos ya se rindieron, la nueva generación reclama la posibilidad de decidir por ella misma. Como en Youth (2015) del italiano Paolo Sorrentino, los padres son juzgados por los hijos, por más que aquéllos exijan –con toda razón– que los asuntos de los padres corresponden a los padres. ¿Pero puede el hijo permanecer al margen de las contradicciones de sus progenitores? La respuesta en Graduación, como en una buena parte del cine rumano, pasa por la policía y por la denuncia, por la desigualdad y las contradicciones, por el desencanto de los padres con los padres y con los hijos (como en La postura del hijo de Calin Peter Netzer, que obtuvo el Oso de oro en Berlín); en ellas aparece también el reclamo de los jóvenes a los adultos por el mundo que heredan, pero también por hacerse responsables de su propia vida. Un cine maduro el rumano, cómo no.

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