Cacería en Venecia: el triunfo de la razón… y de la elegante dirección

Kenneth Branagh cada vez es mejor realizador. Si en sus inicios el valor de su cine residía en buena medida en la puesta en escena (recordemos que él provenía del teatro, y su especialidad era Shakespeare), sus más recientes largometrajes dejan ver un manejo elegante y provechoso de la cámara. Y el cine se cuenta con la cámara, ¿eh? Así, si en Belfast (2021) entregó muy buenas cuentas, ahora los resultados se acercan a la exquisitez en Cacería en Venecia (A Haunting in Venice, 2023), cuya proyección viví con gusto y fascinación.   

Producida, entre otros, por Ridley Scott, Cacería en Venecia es la tercera película en la que Branagh se inspira en Agatha Christie; previamente había llevado a la pantalla Muerte en el Nilo (Death on the Nile, 2022) y Asesinato en el Orient Express (Murder on the Orient Express, 2017). Acompaña de nueva cuenta al detective Hercule Poirot (interpretado por Branagh), quien vive retirado en Venecia y evita la posibilidad de involucrarse en cualquier misterio. Hasta que por allá llega su “amiga” Ariadne (Tina Fey), una escritora otrora exitosa en busca de su personaje. Lo convoca a una sesión de espiritismo, que tendrá lugar el día del Halloween, en la que una madre habrá de tener contacto con su difunta hija. Entre revelaciones y misterios el asunto avanza, hasta que la medium es asesinada. Y Poirot, entra en acción. 

Branagh apuesta por un estilo sugerente: la cámara se mueve constantemente y se instala en angulaciones y alturas que corresponderían a la talla de los niños y al vuelo de los espíritus que supuestamente habitan la casa donde se lleva a cabo la sesión espiritista. Mención aparte merece el movimiento ascendente y en espiral con el que cierra la cinta, que hace pensar en los laberintos mentales y espirituales que habitan Venecia. La puesta en escena emula el carnaval y aporta misterio y algunas dosis de terror a una ciudad que así luce suntuosa y tenebrosa. El sonido va del murmullo al grito, y en algunos momentos la música –cortesía de la islandesa Hildur Guðnadóttir, responsable de las partituras de Tár y Joker, entre otras– subraya o matiza el devenir de las emociones. 

El estilo, lucidor de principio a fin, apoya la ambigüedad que habita la cinta. Porque si Poirot es el epítome de la deducción lógica y de la evidencia científica, un hombre que no se deja engañar por sus sentidos y filtra todo por su mente, en todo momento hay ingredientes que dan presencia a lo sobrenatural. Poirot es un campeón de la razón, pero duda de sus percepciones –que sufren alteraciones por golpes o drogas– y al final parece abrir la puerta a eventos que su inteligencia no alcanza a explicar. Este estado intermedio es pertinente para establecer un símil entre los fantasmas que habitan la casa y sus “parientes cercanos”, los fantasmas que atormentan a los adultos que protagonizan la historia. Todos tienen un pasado dramático o trágico, todos tratan de lidiar con él como pueden. Y si los mayores son egoístas, hacen trampas o incluso llegan al asesinato, los niños, los fantasmales y los reales, pagan en buena medida los pecados de aquellos. Otra mención aparte merece Leopold (Jude Hill), un chamaco que lee a Poe y se hace cargo de su perturbado padre; es una especie de diminuto Poirot con una mente ágil y un ánimo que no se agota en las evidencias. 

Al final quedan algunas dudas y se expone una faz oscura de la maternidad. Pero triunfa la razón, y su momento culminante se presenta en las infaltables explicaciones sesudas de Poirot (requisito indispensable del género detectivesco). Y aunque la película ubica la acción justo después del final de la segunda guerra mundial, esta victoria cobra relevancia en estos tiempos, en los que la emoción nubla la razón. 

Calificación 90%
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