Babylon (2022), la más reciente entrega de Damien Chazelle, inicia en el frenesí y la celebración y termina en el recogimiento y la nostalgia; arranca en la efusión escatológica y concluye en una efusión lacrimal que vale la historia del cine. En todo momento se hace presente el amor por el cinematógrafo; en algún momento se da pie al lamento. Pero si la cinta da cuenta de la pérdida de la inocencia, no es inocente: la empatía no impide la crítica.
Babylon (¿o Beibilon, como pronunció, entre otras barbaridades, alguien en la fila de atrás durante la proyección en la sala oscura?) es el quinto largometraje de Chazelle (responsable de Guy and Madeline on a Park Bench, Whiplash: música y obsesión, La La Land, El primer hombre en la luna), por cuya cuenta también corre el guión. El argumento recoge las contrariedades, los ascensos y descensos, de Jack Conrad (Brad Pitt), Nellie LaRoy (Margot Robbie) y Manny Torres (Diego Calva); y en menor medida, también sigue a Sidney Palmer (Jovan Adepo). Todos coinciden en el Hollywood de los años veinte: el primero es un actor reconocido, la segunda es una aspirante a actriz que luego será una estrella, Manny es un achichincle de origen mexicano que es útil para lo que se ofrezca; Sidney es un trompetista genial que comienza detrás de la cámara y después gana celebridad frente a ella. Para los dos primeros la llegada del sonido al cine presenta dificultades que resultan insuperables; el tercero, oportuno y oportunista, se acomoda a las circunstancias y prospera en el cine sonoro como ejecutivo; el último se aferra a sus raíces y, lejos de los sets, cada vez toca mejor.
Chazelle corre riesgos valiosos y plausibles tanto en la narrativa como en la apuesta formal. Para empezar, renuncia al seguimiento del personaje individual y da relevancia a “un monstruo de varias cabezas”, es decir a un protagonista colectivo, que resulta pertinente y provechoso para ingresar a la industria del cine antes y después de la llegada del sonido. Más que dar cuenta del devenir de este monstruo se concentra en revisar el curso de los oficios, en particular de la actuación; más que ingresar a la intimidad de los personajes (de los que llegamos a saber bastante poco fuera de lo profesional) exhibe su decurso en tanto artistas o artesanos del cine. El relato también pasa con vértigo por las etapas clásicas del guión: entramos a un mundo que ya está en curso y más que exposiciones o presentaciones, somos convocados a ir atando una serie de descubrimientos. Poco sabremos, así, del pasado de los protagonistas, poco veremos de su progresión en la vida cotidiana. Aquí, para empezar y terminar, el asunto es el cine y su tránsito de la infancia a la adolescencia. Y si al principio es escandaloso, espontáneo, irreverente, acelerado, estridente y desprejuiciado, luego será petulante, esnobista y pedante (como luego también pronuncian otros en la fila de atrás).
El inicio de la cinta es vertiginoso, grandioso. Después del traslado de un elefante que aparecerá en una fiesta, asistimos a ésta, que es una verdadera bacanal. Y somos testigos del desenfreno, del consumo generoso de sustancias prohibidas por el Comité Olímpico Internacional, de la escenificación de bailes enjundiosos, del éxtasis musical y del derroche sexual. La cámara da cuenta con brío del espectáculo; la puesta en escena es barroca y predominan los tonos cálidos: es un incendio circense en el que el gozo es desaforado. Esta dinámica se hace extensiva enseguida al parque temático que resulta ser un conjunto de sets cinematográficos que cohabitan en un llano amplio, donde se filman simultáneamente películas de diferentes géneros. Así, en la primera hora de la película –que dura tres– no hay espacio para el reposo: el relato avanza a un ritmo tremendo.
Tanta desmesura es pertinente para hacer una declaración de amor al cine. Declaración contrastante, pues en ella es constatable una buena cantidad de irracionalidad, pero también un distanciamiento que permite el reconocimiento y la evaluación de virtudes y vicios, de la fascinación, pero también del desencanto. A la magia y el reconocimiento del cine como algo que perdura y vale, que surge en la factura y la visión de películas silentes, sigue un período en el que se ha perdido la inocencia y algo más, en el que el cine va cediendo espacio al teatro. Para ponerlo en los términos que emplea Robert Bresson en su famoso libro Notas sobre el cinematógrafo, el cinematógrafo se va convirtiendo en cinéma: “El cine (cinéma) sonoro”, anota, “abre sus puertas al teatro que ocupa la plaza y la rodea de alambradas”. En Babylon se deja constancia de cómo la industria abre la puerta a actores de teatro, y en adelante el público y la prensa apreciarán y aplaudirán actuaciones con matices teatrales (lo cual no ha dejado de suceder, como podemos constatar hoy día). Chazelle, así, da forma a la paradoja, pues desde el cine sonoro y con actuaciones teatrales hace la exhibición y la crítica de esta particularidad del cinéma. Va más allá y presenta a un capo del hampa que nos lleva a presenciar futuros posibles… y terribles, en una secuencia que escenifica el descenso a un infierno digno de Dante, con todo y sus diferentes círculos. La cinta hace una especie de denuncia al exhibir espectáculos diversos y abyectos protagonizados por algunas personas dispuestas a hacer cualquier cosa por dinero.
En la ruta Chazelle “pone en su lugar” a la prensa cinematográfica, y exhibe cómo si bien es capaz de realizar más de una bajeza y no pierde la ocasión de mostrar su superficialidad, también hay algunos periodistas que tienen la virtud de evaluar con agudeza las películas y la labor de los involucrados en ellas, que pueden ofrecer un panorama valioso sobre el cine y sus creadores. Asimismo, se perciben ecos de numerosas cintas y libros (y no sólo porque aparezca el en título la pecaminosa ciudad de Mesopotamia): entre otras, de Good Morning, Babilonia (1987), dirigida por Paolo y Vittorio Taviani, cuya acción se ubica una década antes que la cinta de Chazelle; de algunos eventos y personajes en específico da cuenta con rigor Kenneth Anger en un libro cuyo título une dos localidades fastuosas: Hollywood Babilonia. Además, es posible identificar a numerosos personajes de la vida real que inspiraron a los protagonistas de Babylon, como tiene a bien desglosar indiwire.com en un texto al respecto. Al final se concreta un homenaje maravilloso a una cinta cuya acción se ubica en la misma época que la de Babylon y aborda asuntos similares: Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, 1952) de Stanely Donen y Gene Kelly –uno de los escasos musicales en la historia del cine que alcanzan el grado de obra maestra– que se va construyendo y anticipando en algunos pasajes previos y cobra estelaridad en el grand finale.
Babylon es una película excesiva, desmesurada, visceral; es una película extraordinaria. Como toda buena declaración de amor.
1 respuesta a “Babylon: extraordinaria declaración de amor al cinematógrafo”
Great Review!