X-Men Dark Phoenix: evolución divina en la medianía

En algunas películas más, en otras menos, en mayor o menor medida, el gran asunto con las obras que surgieron de la mente de Stan Lee gira alrededor de la famosa frase que el tío Ben le receta a su sobrino Peter en Spider-Man (2002) y que originalmente fue dicha por el presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt: “Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”. Si bien su significado no siempre queda del todo claro para los destinatarios principales (los jóvenes, que están en el proceso de acumulación de años, del que a veces obtienen un involuntario crecimiento, una improbable madurez), y se presta a más de una broma, esta máxima de corte ético está presente –y a menudo orienta temáticamente– en las películas habitadas por los súper héroes de Lee. X-Men Dark Phoenix (Dark Phoenix, 2019), que hoy llega a nuestras pantallas, no es la excepción.

En X-Men Dark Phoenix seguimos instalados en las juventudes de los héroes que educa Charles Xavier (James McAvoy) en su castillo escolar. Después de una expedición fallida de la NASA, los X (y las X, cómo no) son requeridos para hacer el rescate de la tripulación. Jean Gray (Sophie Turner) absorbe una gran cantidad de energía cósmica (o algo así). De regreso a la Tierra, comienza a tener problemas para controlarse y hace daño a la gente que dice querer. Busca respuestas incluso con el ahora blando Magneto (Michael Fassbender). En la ruta Raven (Jennifer Lawrence) cuestiona las formas y los fines de Xavier. Y Jean descubre lo que el tío Ben etcétera.

El responsable de la realización es el británico Simon Kinberg, quien posee una trayectoria respetable como productor, una filmografía atendible como guionista (ha estado involucrado en la escritura de más de un episodio de los X-Men) y una incipiente e insipiente ruta como realizador: X-Men Dark Phoenix es su ópera prima. Kinberg entrega una cinta que reposa más en el diálogo que en la acción, y el resultado es más un drama que un thriller. Conduce con corrección los intercambios parlamentarios, pero es desprolijo y confuso en el registro de la acción. De la cámara, así, obtenemos escasa potencia. El resultado con las músicas de Hans Zimmer es otro: su desempeño, para no variar, es notable. Que la música se lleve las palmas, no está de más subrayar, habla del poco lucidor trabajo del realizador.

Kinberg retoma el asunto de la mutación provocada por un agente energético externo, y como sucede con Los cuatro fantásticos, los cambios son producidos por la exposición a fuerzas cósmicas (es todo un asunto la energía en Stan Lee, que no tiene carga moral y puede servir para hacer el bien o el mal, pero el magnetismo es habitualmente asociado al mal) y el antagonista proviene de un planeta destrozado. Kinberg pone sobre la mesa el quasi infinito poder de Jean, pero se enfoca más en lo sobrenatural que en la arista ética (que retoma al final). El tratamiento en ambos terrenos es accidentado, y ni explota la gratuidad para hacer el mal (el mal en el cine norteamericano no precisa explicación) ni va a profundidad en las razones para hacer el bien. En la evolución de Jean parece proceder más por el designio que mandan los tiempos del femenino empoderamiento (en algún momento Raven anota que si son ellas las que hacen el trabajo la franquicia debiera llamarse Mujeres X) que por una progresión atendible o plausible. La apuesta es ambiciosa y el mensaje en el ámbito ético es valioso, pero la medianía formal y la consecuente escasez emocional dificultan el involucramiento y puede obstaculizar la asimilación del destinatario principal.

Especulación con spoiler (para los que ya vieron la película)

En algún pasaje de la cinta se afirma que el poder de Jean alcanza para regenerar el planeta de los malos, es decir, hacer el trabajo creador de un dios (o diosa, pues). ¿En eso consiste su evolución, en ir de lo humano a lo divino? Cabría pensarlo, si se hace una interpretación (acaso excesiva) del final. Éste emula al de Batman: El caballero de la noche asciende (The Dark Knight Rises, 2012), y por ello cabría pensar en un sesgo de homosexualidad: Xavier está en un café parisino y llega Magneto a proponerle una partida… de ajedrez. En el inicio de la escena transita por la calle un automóvil Citroën DS, conocido como la DS o la déesse (la diosa). En el cierre, en los cielos aparece Jean, convertida en el Ave Fénix a la que alude el título original, convertida ¿en una diosa?

Calificación 60%
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