¿Una comedia de horror o un horror de comedia?

Las voces (The Voices, 2014) es una de las películas más desagradables que he visto en muchos años. Esto no es realmente extraordinario, pues en sí lo que se muestra no es agradable. El problema está en que la forma de abordarlo a menudo pretende hacerlo ver así. ¿Confuso? Ni tanto.

Las voces es el segundo largometraje en solitario de la iraní Marjane Satrapi, quien debutó, al lado del francés Vincent Paronnaud, con la maravillosa cinta animada Persépolis (2007), que se inspira en una novela gráfica de ella. Ahora parte de un guión que no es suyo y que sigue las divagaciones de Jerry (Ryan Reynolds), un joven que trabaja en una fábrica de muebles para baño. Pronto notamos que se comporta de forma extraña –parece más estúpido que los demás, que no tienen precisamente una facha inteligente– y que el ambiente en el que se mueve luce irreal. Más tarde descubrimos que ha sido “reinsertado” en la sociedad tras recibir un tratamiento psiquiátrico, del que posteriormente nos informarán a detalle. Sabemos, como de pasada, que ha dejado de tomar el medicamento prescrito. Pero a partir de que caemos en la cuenta que él habla con sus mascotas –un perro y un gato– constatamos que hay una distancia entre lo que él quiere ver y lo que en realidad sucede, a lo que tiene y tenemos acceso cuando toma las drogas recetadas. Desde ese momento ya no hay vuelta atrás, y asistiremos a lo que sigue con la conciencia de estar en la mente de un asesino.

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Satrapi explora el umbral entre la cordura y la locura (que aborda con diferentes matices en la luz y el resto de la puesta en escena), pero también la delgada línea entre el bien y el mal. La cinta sugiere, incluso afirma, que a pesar de alejarse de la razón, Jerry tiene noción de lo que está haciendo: el desquiciado, en este caso, sabe cuándo está haciendo mal. Este asunto es verbalizado, y para ello son pertinentes las sesiones con la psiquiatra y los diálogos con el perro y el gato, que hacen las veces del diablito y el angelito que aparecían con frecuencia en el cine de oro mexicano: el primero invita a Jerry a hacer el bien; el otro lo conmina a hacer el mal, a que sea congruente con lo que es en realidad. En la ruta no quedan dudas sobre quién es Jerry. El personaje hace pensar en Norman Bates (Anthony Perkins) y Psicosis (Psycho, 1960), y como en ésta también aparece un profesional que nos explica qué está pasando. La explicación es, a fin de cuentas, el tema de la película: “Estar solo en el mundo es la raíz de todo sufrimiento”. No saber lidiar con la soledad lleva a los personajes a involucrarse con otros, aun si estos últimos manifiestan comportamientos extraños o sospechosos. Las voces también cuestiona la eficacia de las drogas y la responsabilidad de los psiquiatras para mantener a las personas en la sociedad. Plantea qué se gana y qué se pierde cuando la percepción es modificada por los medicamentos: en la locura Jerry percibe la armonía y la belleza de la vida, pero con las drogas se da encontronazos con la realidad (si bien, hasta donde sé, la medicación se prescribe para lidiar mejor con la realidad). ¿Y qué decide Jerry? Vivir en la evasión, en el autoengaño, lo que bien podría hacerse extensivo al resto de la sociedad norteamericana. ¿O no?

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Todo esto es iluminador, pero la ruta es tortuosa porque hay un afán de crear empatía con Jerry. Un afán fallido, justo es anticipar. Satrapi utiliza una de las estrategias habituales para crear identificación con su personaje: seguir los eventos desde su perspectiva y presentarlo con algún tipo de tara. Y ésta resulta afortunada de entrada, pues aporta dosis de humor y nos deja ver un paisaje digno de la comedia musical, de una suavidad artificiosa que parece irreal, casi onírica. Pronto vemos que la suavidad va cediendo ante la hostilidad cotidiana, y el choque, cuando descubrimos lo que en realidad sucede, es más fuerte. Desde esas atmósferas asistimos al primer asesinato de Jerry, lo cual es inquietante (si bien esto no es un mérito extraordinario, pues basta con exponer al público a situaciones paradójicas, contrastantes o sórdidas para conseguirlo). Pero la cineasta sostiene ese tono en adelante, y para ser honestos, su propuesta no se sostiene. Comienza a transitar por un híbrido que es una mezcla de comedia negra con terror psicológico. Pero una vez que nos asomamos a la sordidez el humor ya no funciona (y tampoco es que previamente haya funcionado mucho que digamos; queda claro que detrás de la cámara no están los Coen: v. g. Fargo) y, peor, resulta tortuoso acompañar a un personaje esquizofrénico que en ningún momento es precisamente simpático: apenas un personaje luce desquiciado la patología aniquila la empatía y uno toma distancia; en el mejor de los casos da lástima, lo cual no es particularmente provechoso en términos dramáticos: dejamos de caminar con el personaje y nos aprestamos a ver, desde afuera, un caso clínico.

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En resumen, el estilo y el tratamiento, el humor, parecen querer edulcorar lo enfermizo (¿es deseable que si uno se asoma a la abyección salga indemne, o se trata de que el espectador sufra nomás tantito?); como Elvira, te daría la vida pero la estoy usando (2014), Las voces tiene un severo problema de tono, y al final uno no sabe si está viendo una comedia de horror o un horror de comedia.

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