En Un lugar en silencio (A Quiet Place, 2018) somos testigos de los esfuerzos que realiza una familia para sobrevivir en un planeta hostil. Éste muestra un paisaje apocalíptico después de la invasión de unos extraterrestres –más parecidos a Alien que a E.T.– que son intolerantes al ruido y matan a todo aquel humano (u otros animales) que rompe el silencio. El asunto pasa por la protección que son capaces de ofrecer los padres a sus crías, que crecen entre el miedo y la rebeldía. Al final la solidaridad y el amor (y su máxima expresión: el sacrificio) garantizan la sobrevivencia. John Krasinski, responsable de la realización, coautor del guión y quien además da vida a uno de los personajes principales, entregó buenas cuentas: una película sencilla, con un simbolismo atendible y un mensaje valioso.
En Un lugar en silencio Parte II (A Quiet Place Part II, 2020), también dirigida y coescrita por Krasinski, regresamos al día en que todo comenzó, el de la invasión, y nos enteramos de algunos antecedentes de la familia protagonista. Después acompañamos a los sobrevivientes del primer rollo, que tienen que mudarse y buscar ayuda fuera del núcleo familiar. Viven entonces una aventura que los expone a peligros constantes. Y ahora cobra relevancia el crecimiento de las crías: vamos de la protección de los otros a la autoprotección. Para empezar.
De nueva cuenta Krasinski entrega buenas cuentas detrás de la cámara. A partir de un estilo que es más funcional que lucidor, diseña un acompañamiento de los protagonistas que resulta efectivo. En algún momento se separan y se unen gracias al uso provechoso del montaje paralelo, que multiplica la emoción. La puesta en escena, que apuesta por cierto naturalismo en las escenografías, vestuarios y maquillajes, hace sus aportes a la emoción con luces no tan naturales que van de la frialdad a la calidez. En la banda sonora hay detalles notables –necesarios, se diría, dado que el asunto del sonido es primordial para la narrativa– pero también deslices contraproducentes: como en la primera entrega, Krasinski utiliza música, y el score –cortesía de Marco Beltrami– es un elemento que busca contribuir a la emoción, pero no sólo resulta distractor, sino que es bastante artificial y rompe con la diégesis, es decir, con el universo que construye la narrativa.
Si bien Krasinski deja ver algunos rasgos de originalidad (o por lo menos de oposición al cliché, como el parto silencioso del primer rollo), no evita caer en algunos hábitos del terror rancio y nos receta algunos sobresaltos y sorpresas, algunas dosis de moralina y, sí, de estupidez (¿qué sería del terror cinematográfico si los personajes no contribuyeran con sus imprudencias y tonterías a la trama?). (Por otra parte, no entiendo cómo en un universo como el que nos plantean, sigue habiendo energía eléctrica.) No obstante, Un lugar en silencio Parte II es consecuente y plantea un crecimiento de la franquicia por medio del crecimiento de los personajes. Crecer supone hacerse cargo de uno mismo –de sus miedos y rebeldías– y tomar conciencia de los demás; en este caso supone involucrarse de forma activa en el bienestar de uno mismo… y de todos. Corolario valioso en tiempos de inmadurez (como los actuales), en los que se busca endilgar a otro(s) la responsabilidad de lo que uno hace o deja de hacer, ya sea en lo político como en lo etílico.