Roma (2018) es el evento del cine mexicano del 2018. Es un fenómeno medianamente esnob alrededor de una película que, paradójicamente, evade del todo al esnobismo. A las expectativas que ha generado contribuyen los laureles y los aplausos que ha cosechado (en particular el veneciano León de oro), las veleidades de una distribución atípica. Pero sobre todo la filmografía previa de Alfonso Cuarón, un cineasta cuyas obras se ven y se sienten sinceras, auténticas, un autor que ha sabido encontrar el tono y el estilo para dar densidad a sus historias, para imprimir emoción y así contribuir a hacer significativo el abanico temático que ha venido abordando. Las cintas anteriores de Cuarón en buena medida llevan a Roma. En Niños del hombre (Children of Men, 2006) explora los límites de la paternidad y propone el sacrificio como el gesto más noble al que aspira el hombre; algo similar sucede en Gravedad (Gravity, 2013), su largometraje anterior. En las tres explora diferentes facetas de la mujer y rinde homenaje a su fuerza. Así lo confirman las dedicatorias de Gravedad, a su madre, y ahora a Libo, la nana-sirvienta de su familia. Roma, digámoslo de entrada, confirma con creces las expectativas.
Roma se ubica en la chilanga colonia del título. Al inicio descubrimos desde el suelo su cielo. Acompañamos a Cleo (Yalitza Aparicio) en su rutina diaria como sirvienta y nana en una amplia casa clasemediera. Descubrimos la complicidad con otra sirvienta, Adela (Nancy García García), la familiaridad y la ternura con los cuatro hijos de la familia, particularmente con los más pequeños. Asistimos a la cotidianidad de la vida familiar, de la que Cleo forma parte importante. Luego la acompañamos en sus agridulces lances amorosos.
Cuarón propone un acercamiento distante en un elegante blanco y negro. Con planos abiertos y constantes y discretos movimientos, la cámara describe y descubre (la puesta en cámara y más de una escena me recuerdan al cine de Carlos Reygadas). Acompaña y penetra en la intimidad con naturalidad, sin morbo. La cámara no busca el lucimiento vano; tampoco se busca explotar aristas sensacionalistas (como la matanza del jueves de Corpus del 71). En su discreción, sin embargo, luce: también ahí se hace presente la elegancia. La puesta en escena construye con rigor el inicio de los años setenta, época en la que transcurre la cinta. Aparecen productos y afiches (y programas y personajes de la televisión –pasatiempo por antonomasia–, como Zobek y Ensalada de locos) que dan verosimilitud, pero también contribuyen a subrayar las diferencias entre clases sociales y a matizar pasajes emocionales. En la banda sonora se escucha el hit parade musical, pero mención aparte merece el uso del fuera de campo, que desde la presentación de créditos es sugerente y amplía el campo de visión (que de por sí es amplio, porque se utilizan lentes de distancia focal corta, lo que permite una profundidad de campo bastante buena), dándole presencia al exterior e incrementando el protagonismo que la colonia ya tenía con la imagen. La colonia Roma, así, resulta un personaje tan importante como para dar título a la cinta. El ritmo es apacible, como la vida misma.
Cuarón exhibe a un patriarcado tan ceremonioso como pusilánime –al que tanto gusta que se le rinda pleitesía– que aparece poco y básicamente lo hace para “recibir honores” y después ausentarse. Hace observaciones que alcanzan para esbozar un diagnóstico del México autoritario, el que se afianzó con el PRI y alcanzó letras de ominosa memoria con Luis Echeverría. Ese México que produce abundantes machos para alimentar grupos paramilitares –o narcos, total a la hora de jalar el gatillo no hay mucha diferencia–, que pare muertos a montones y en el que se multiplican los abandonados. El realizador, en cambio, da un protagonismo discreto a un personaje de talla pequeña que crece a lo largo de la cinta y muestra con elocuencia dónde está la fuerza de la familia mexicana: en la figura materna –que aquí se distribuye entre la madre, Cleo y la abuela–, en mujeres que al final siempre están solas, como dice a Cleo su patrona. El afiche de la cinta lo ilustra de maravilla: en él, la patrona y sus hijos se abrazan alrededor de Cleo, el pilar silencioso que si complementa en buena medida la figura materna también personifica una ironía: la heroína no deja de ser sirvienta.
Como Federico Fellini en Amarcord (1973), en Roma Cuarón también se acuerda. Se inspira en eventos vividos y comparte parte de su autobiografía. El italiano, fiel a su estilo, imprime un aura onírica a su propuesta. Cuarón ha explorado las rutas estilísticas del realismo y Roma amplía la búsqueda. Para muestra, la escenificación y el registro del que ha de ser el momento culminante: un planosecuencia que es prodigioso desde lo técnico, lo narrativo y lo emotivo. Como Fellini, al final Cuarón entrega una cinta memoriosa y memorable.