A estas alturas sería ingenuo esperar de Marvel algo diferente de lo que ha venido entregando desde hace algunos años (aun antes de “caer en las garras” de Disney, en 2009, ya era notorio que se privilegiaba la taquilla sobre la sustancia). Para el estudio cinematográfico las maravillas de la empresa editorial quedaron en el pasado, y si antes producían novelas gráficas sólidas y ambiciosas, ahora conciben películas de escasos alcances artísticos, de casi nulo valor cinematográfico (Martin Scorsese calificó las películas de Marvel como “parques de atracciones”, y en un editorial imperdible publicado por el New York Times explicó el por qué de esta apreciación; aun mejor, con la lucidez y la precisión que lo caracterizan, dio una cátedra sobre lo que para él es el cine). El “nuevo” capítulo de Thor, Thor: amor y trueno (Thor: Love and Thunder, 2022), confirma la tendencia del estudio, y la pachanga del dios-bufón se convierte en un circo de tres pistas, con comedia romántica-trágica incluida. Por favor, que nadie se sienta insultado por este etiquetado: el símil es pertinente y elocuente.
Thor: amor y trueno es el más reciente largometraje del neozelandés Taika Waititi, responsable de la entrega anterior del otrora dios del martillo y hoy dios del hacha, Thor: Ragnarok (2017), y de la exitosa Jojo Rabbit (2019). Ahora acompaña a Thor (Chris Hemsworth) en su afán de vencer a Gorr (Christian Bale), un hombre enojado y empoderado: después de la muerte de su hija ruega y reclama a su dios, y ante la respuesta arrogante e indiferente de éste, y gracias a una espada oportuna que llega a su mano, se da a la tarea de matar dioses. En la ruta Thor se reencuentra con un viejo amor, que ni se olvida ni se deja, con la mismísma Jane Foster (Natalie Portman), quien ha establecido una relación íntima con Mjölnir, el que fuera fiel martillo de Thor. Ambos, martillo y hacha en mano, hacen equipo contra el villano, y entre ellos queda claro que donde hubo fuego…
Waititi apuesta por una puesta cámara que no es particularmente lucidora, pero sí es efectiva, pues contribuye a imprimir un ritmo fluido a la película, a dar ligereza a sus dos horas de duración. En apoyo a la cámara y la narrativa son convocadas algunas canciones y no pocas músicas. Por momentos asistimos a una serie de videoclips con rolas de diversa procedencia: de Enya y Abba a las clásicas –y abundantes– del hard rock-pop de Guns N’ Roses, como Welcome to the Jungle, Paradise City y Sweet Child O’ Mine; el score (la música compuesta para la película), firmado por Michael Giacchino y Nami Melumad, no tiene menos presencia, y lo mismo ofrece matices de ternura que dosis de adrenalina. Los pasajes musicalizados, algunos diálogos y algunas peleas –que provocan escasa emoción, pues su registro no pasa de la medianía informativa– son la apuesta principal del entretenimiento. El resultado: una película ágil, en la que tiene más peso el humor que la densidad, con algunos pasajes rescatables (como el guiño a Viaje a la luna de Georges Méliès), y por momentos visualmente atractiva (en particular habría que mencionar el diseño de la ciudad donde habitan los dioses, que luce… divina).
Waititi, quien no solo firma la realización, sino que se involucró en la escritura de la película (tiene crédito por la historia y por el guión) concibe una cinta que no desentona con el nivel reciente de Marvel en general, ni con el de la franquicia en particular. El cineasta neozelandés es un equilibrista que gusta de saltar de un tono a otro (de la ligereza a la gravedad, del humor a la solemnidad), de navegar –¿divagar?– en más de un género cinematográfico, y ahora no es la excepción. Como se mencionaba al inicio, va de la habitual épica-cómica (y para Marvel Thor es la estrella, es el bufón mayor y acaso un héroe menor) a la comedia romántica y trágica. A menudo los saltos son abruptos y algunas transiciones son notables por fallidas. Pareciera que en el diseño de la película los tiempos están delimitados para cada género. Así, si se está desarrollando algún asunto con matices dramáticos y se le acaba su tiempo, pues se pasa al pastelazo. De hecho, en algunos momentos las actuaciones pierden naturalidad y los actores, acaso porque son forzados a ir de un tono a otro sin progresión (o simplemente están mal dirigidos), parecen desconcertados; en más de un pasaje las actuaciones son exacerbadas o poco verosímiles (en particular Bale tiende a cada rato a la sobreacutuación).
De esta forma se diluye la sustancia que se insinúa en algunos asuntos, como la invitación a “no cerrar el corazón” después de una mala experiencia romántica, el sacrificio y la aceptación; la constatación de que el poder da, pero también quita. Pero acaso la posibilidad mayor estaba con un villano que, nietzscheano, demasiado nietzscheano, no sólo es invitado a tomar en sus manos su destino después de la muerte de dios, sino que se da a la tarea de matarlo (por despecho, pues creía merecer el apoyo de su dios). Nada mal como propuesta para una época en la que las ideologías se viven como religiones, en la que se endiosa a cualquier influencer y las personas creen ser merecedoras, porque sí, de tal o cual cosa. Diría que es una lástima, pero no lo es porque los autores no muestran mayor ambición temática. Y no habrá que olvidarse que es una película de Marvel, una empresa cinematográfica, y no una propuesta de autor.
Scorsese sigue teniendo razón. Para él “el cine consistía en una revelación. Una revelación estética, emocional y espiritual. Giraba en torno a los personajes: la complejidad de las personas y sus naturalezas contradictorias y a veces paradójicas, su capacidad para herirse y amarse unos a otros y, súbitamente, enfrentarse a ellos mismos […] Consistía en confrontar lo inesperado en la pantalla y en la vida que dramatizaba e interpretaba, y expandir la sensación de lo que era posible en esa forma artística.” Thor: amor y trueno es como el Asgard que presenta en su historia: no es más un divino cuerpo celestial, ahora es un parque temático pueblerino (otro parque de atracciones); y Thor es una caricatura.