¿Por qué las películas futboleras son tan malas? ¿Por la materia prima? 2 de 2

A la emoción que genera un partido de futbol y a la evaluación posterior (aunque hay quien habla de un buen juego aún antes de que éste inicie) también contribuye la etapa o fase en la que tiene lugar un determinado encuentro. En un mundial, por ejemplo, mientras más se avance, los juegos son cada vez menos espectaculares. Sin embargo, la emoción se multiplica porque se juega algo que se considera importante. Las finales, de cualquier torneo, a menudo son soporíferas (ni hablar de la que cerró la mencionada Eurocopa, que tuvo lugar en Francia), pero el drama aparece porque es la fase definitoria, y en ella es habitual que haya buenas dosis de tensión. No es raro que todo se defina en penales, una especie de ruleta rusa, angustiosa per se, lo cual quiere decir que las dos horas de juego previas fueron inútiles y a veces bastante sosas. No obstante, no falta el merolico apasionado que confiesa que el futbol es la quintaescencia de la grandeza humana y agradece a los dioses haberle permitido ser testigo de “lo más excelso” creado por el género humano (o algún despropósito semejante). Lo curioso es el que los narradores de otros deportes dicen lo mismo del béisbol, del futbol americano, del basquetbol.

El futbol se ha vuelto un acto de fe. El aficionado se planta frente al televisor con la esperanza de que verá un buen juego, que las dos horas o más que va a dedicarle serán ricas en emociones. Está predispuesto a hacerlo, y aun así rara vez ve “un buen juego”. Los caminos del futbol son insondables. Por eso cuando ocurre, lo platica a diestra y siniestra, pues sus esfuerzos (¿cuáles?, ¿entrarle a la botana y a las chelas?) y su fe han sido recompensados.

En el futbol cada quién ve lo que quiere ver. Hay quien ve en la cancha un microcosmos que refleja el funcionamiento de la sociedad. Por supuesto que lo que pasa en la cancha no es ajeno a lo que pasa afuera, pero me parece más bien una excusa facilona para justificar las horas de ocio frente al televisor. Woody Allen nos recuerda a cada rato la propensión del ser humano al autoengaño. Ésta tiene en el futbol un terreno fértil. Y ser aficionado a un equipo contribuye al autoengaño, eso que ni qué. No es raro que los fanáticos defiendan lo indefendible, como los del equipo antes mencionado, que en Madrid, pero también en Zacoalco de Torres, justifican las victorias del equipo de sus pasiones y sus adicciones a pesar de que éstas se explican buena medida por el fingimiento de faltas, favores arbitrales (porque no es raro que vista de negro el mejor jugador de los de blanco) o por lastimar rivales. Acá no hay grandeza inmaculada.

Porque si el futbol refleja la sociedad, refleja a menudo lo peor. Para empezar, porque la afición no es desinteresada: no “se le va” al mejor, sino al equipo que ha ganado o tiene posibilidades de ganar algo. ¿O cómo explicar tan pocos fanáticos del Logroñés en México y los tantos de los equipos que ganan –como sea– en España y Europa? El poder económico, que genera injusticias en todos los terrenos, es celebrado en el futbol aun por aquellos que tienen alguna consciencia de la inmoralidad que mueve la economía (y la señalan con lucidez en las finanzas o la política): mientras “tu equipo” gane, qué más da que no juegue limpio. Lo que se cuestiona y se censura afuera, se aplaude dentro de la cancha. La desigualdad explica que los equipos ricos siempre ganen, lo cual genera ligas sin competencia, sin interés (y, en este aspecto, no hay liga más tediosa, más predecible, que la española).

Si observamos con cierto detenimiento el futbol profesional no es difícil detectar las contradicciones y falsedades que caracterizan la materia prima. Para empezar, por la reproducción de ritos hipócritas, como la ceremonia previa a cada juego. Al campo ingresan los futbolistas de la mano de niños, como un símbolo de de fair play. Pero apenas silba el árbitro el inicio del partido, poco queda del juego limpio. No es raro que los cronistas justifiquen inmoralidades, y si un delantero se escapa y un defensa le da un hachazo, el merolico dirá que “no le quedaba de otra” al agresor, que “tenía que” cometer una “falta táctica”. Pero por supuesto que le quedaba de otra: ser congruente con el fair play de la puesta en escena inicial. Lo mismo sucede con faltas que se fingen, o la práctica de “hacer tiempo” (lo que provoca que los juegos de 90 minutos en realidad duren escasamente 60). No es raro que las mañas más deleznables sean justificadas lo mismo por jugadores que cronistas y fanáticos, y si un equipo se empeña en no dejar jugar al rival, se dirá con pompa que es una forma de “manejar el partido”.

El cine sí puede manipular y hasta ser chapucero, como el futbol, pero difícilmente puede contra años de afición o fanatismo, contra los días, semanas o meses de un campeonato. A diferencia del box, el béisbol y el futbol americano, que avanzan con breves episodios dramáticos, el futbol demanda tiempo, mucho tiempo. Y si el tiempo es fundamento del cine, los ritmos difícilmente empatan. No obstante, no es improbable que alguna vez veamos una gran cinta sobre (con, de, contra) futbol. Probablemente habría que encontrar lo valioso en otros terrenos y no necesariamente en el terreno de juego, darle cierta complejidad creando personajes que vayan más allá del éxito adocenado y de la superación personal, que son los que habitan las cintas futboleras. No creo que me tocará verlo, pero estoy dispuesto a seguir viendo películas sobre (con, de, contra) futbol. Y no porque crea que la materia prima vaya a cambiar, sino por las maravillas que sabe crear el cine, que han recompensado por años mi infinita curiosidad de cinéfilo. En la pantalla chica y los chorromil campeonatos que por ahí se ventilan no tengo mayor interés ni paciencia. Pero eso sí, aun previendo las horas de tedio y la acumulación de partidos insulsos, el Mundial no me lo pierdo. Porque no quiero… y no puedo: es una cita atávica, un ineludible regreso a mi infancia.

 

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