Pobres criaturas: Bella y la bestia o Barbie bizarra

Yorgos Lanthimos es un equilibrista audaz. Se asoma invariablemente al cochambre humano por medio de estrategias visuales y sonoras, narrativas, que resultan atractivas y que terminan poniendo frente al espectador un espejo tan fascinante como incómodo. A veces con humor, otras con irreverencia y con abundantes dosis de extrañeza; siempre con lucidez y rigor. En La langosta (The Lobster, 2015) especula sobre el fundamento de lo humano y el rol de los afectos en la vida social. En El sacrificio del ciervo sagrado (The Killing of a Sacred Deer, 2017) desmonta la puesta en escena de la familia feliz mientras expone la fuerza de las pulsiones destructivas. En La favorita (The Favourite, 2018) ilumina los mecanismos del poder, el nexo entre las hormonas y el empoderamiento. Por lo general Lanthimos navega al margen o a contracorriente de la agenda de la corrección política y evita las lecciones morales. No es el caso de Pobres criaturas (Poor Things, 2023), su más reciente largometraje.

Pobres criaturas ubica la acción en el siglo XIX y sigue el crecimiento de Bella (Emma Stone), una mujer cuyo comportamiento, al inicio, resulta llamativo porque tiene rasgos pueriles (un personaje que, dicho sea de paso, por sus movimientos y sus crecimientos ofrece amplios márgenes para el lucimiento histriónico). Pronto se iluminan las razones de este proceder y descubrimos las singularidades de “su padre”, el doctor Godwin Baxter (Willem Dafoe), cuya maltrecha facha pareciera condensar al Dr. Frankenstein y a su criatura. Es conocido, por transparentes y sugerentes razones como God, y tuvo mucho que ver en la creación de Bella, a la que se refiere como “un experimento”. Más adelante se involucran en la vida de ella Max (Ramy Youssef), quien es discípulo de God y Duncan Wedderburn (Mark Ruffalo), quien la secuestra y la lleva a las sensualidades de Lisboa.

Lanthimos importa parte de su arsenal estilístico de La favorita; en Pobres criaturas es ostensible, además, un afán lúdico. Así, abundan los planos realizados con gran angular, el cual deforma la escena y agudiza los espacios y las distancias. Los movimientos de cámara dan agilidad y profundizan la extrañeza; el uso del zoom y la cortinilla circular (iris shot) subrayan partes de la imagen y aportan además algo de humor. La puesta en escena es exquisita (perdón por la cursilería, pero me parece que es el término que mejor la define): crea espacios en los que son reconocibles las ciudades en las que transcurre la acción (Londres, Lisboa, París) pero les añade matices fantásticos y fantasiosos, por momentos oníricos. El relato alterna el color con el blanco y negro, proceder pertinente para dar cuenta de edades, tiempos y personajes diferentes: los colores son tan reveladores como significativos y dan cuenta del crecimiento físico, mental e intelectual de Bella. Es maravilloso el manejo de la luz y el cromatismo que consigue el cinefotógrafo irlandés Robbie Ryan, quien también estuvo detrás de la cámara en La favorita.

El realizador acompaña a “una mujer trazando su curso a la libertad”, como dice la vampiresca matrona de un burdel parisino, quien ofrece más de una “lección de vida” a Bella. Esta búsqueda significa el cuestionamiento y la ruptura con las convenciones sociales –con los miedos a la sexualidad– lo cual se traduce, para empezar, en el descubrimiento y el ejercicio de los placeres de su propio cuerpo. El comportamiento de Bella se inscribiría de buena forma en los años sesenta del siglo XX, cuando se vivió un proceso de liberación sexual en algunas coordenadas del planeta (proceso que no sólo se interrumpió, sino que vive un retroceso mayúsculo en los tiempos que corren). En el inicio de la aventura Duncan Wedderburn es un guía propicio, pero luego se convierte en un lastimero lastre por sus afanes posesivos en el nombre del amor (hombres necios que buscáis poseer a la mujer con motivo, pero sin razón). Y mientras él se estanca, ella aprende a leer quién sabe cómo ni en qué momento, se convierte en una lectora voraz y crece: va alimentando su intelecto con ideas irreverentes para los tiempos corrientes, labor en la que juegan un rol importante tanto la liberal Martha Von Kurtzroc (Hanna Schygulla) como el lúcido pesimista (¿hay otros?) Harry Astley (Jerrod Carmichael), con quienes convive en un viaje por barco que bien podría llamarse “la iniciación a la navegación por el mar de la sabiduría” (perdón de nuevo por la cursilería). El aprendizaje se incrementa en un burdel parisino, donde la oposición a la convención social y el crecimiento intelectual la llevan a adquirir una consciencia de clase y a hacerse socialista, porque “busca un mundo mejor”.

Lanthimos, decíamos al inicio, es un equilibrista que, en este caso, camina entre la irreverencia y la conveniencia, entre la incorrección y la lección. En el primer terreno se inscribiría la invitación que la mentada matrona le hace a ella, a Bella, de “experimentarlo todo, no sólo cosas buenas”, porque eso “nos hace completas, personas serias y no niñas excéntricas e intactas; así podremos conocer el mundo, y cuando conocemos el mundo, el mundo será nuestro”. Por otra parte, no hay una condena tajante a la prostitución; con humor, incluso, Bella vindica que las prostitutas son “su propio medio de producción”.

Asimismo, ella manifiesta una infinita curiosidad y decide estudiar medicina, con lo que devuelve su valor a la biología (una ciencia que hoy resulta subversiva y que opone hechos a la ideología que busca imponer dogmas desde otras disciplinas que se autoconsideran ciencias); acaso la irreverencia más valiosa es cómo Bella crece en fuerza, lucidez y desfachatez al margen de discursos victimistas. La conveniencia, por otra parte, es observable en la incorporación de un par de personajes negros (¿por las cuotas?). Asimismo, pondera algunas características del nuevo hombre, pero no el sentido nietzscheano, sino en uno más cercano al que definen las llamadas “nuevas masculinidades” y que vimos en Barbie (2023): Bella considera como compañero a aquél que la apoya… y que es algo así como su mayordomo.

Entre la denuncia y la demostración, la corrección y la audacia, Pobres criaturas es una fábula grandilocuente que resulta tan fascinante como inquietante. En Venecia rugió en serio, y además de que dio mucho de que hablar, también se llevó el premio mayor: el León de oro.

Calificación 75%
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