Después un inicio poco prometedor, el norteamericano Aaron Sorkin ha ido ganando merecida reputación como guionista: dejó algunas dudas en Cuestión de honor (A Few Good Men, 1992) y Mi querido presidente (The American President, 1995), películas que dirigió Rob Reiner y que se ubican en la medianía. Mejores resultados es posible observar en Red social (The Social Network, 2010) de David Fincher y Steve Jobs (2015) de Danny Boyle, cintas que se inspiran en personajes exitosos y que muestran apreciables dosis de agudeza (aunque al final la crítica manifiesta atisbos de tibieza). Debutó como realizador con Apuesta maestra (Molly’s Game, 2017), cuyo guión es de su autoría y que se inspira en un libro autobiográfico de Molly Bloom. El juicio de los 7 de Chicago (The Trial of the Chicago 7, 2020), escrita por él y producida por Netflix, es su segundo y más reciente largometraje como realizador y permite constatar su crecimiento.
Sorkin se inspira en eventos que tuvieron lugar en la ciudad del título en 1968. A Chicago, donde habrá de tener lugar la convención del Partido Demócrata para elegir su candidato a la presidencia, llegan numerosos grupos de jóvenes. Su objetivo es protestar por el curso que sigue la guerra en Vietnam, por la muerte de miles de soldados norteamericanos. Son liderados por tres de los siete del título: Tom Hayden (Eddie Redmayne), Abbie Hoffman (Sacha Baron Cohen) y David Dellinger (John Carroll Lynch). En el juicio se ventilan los eventos, se iluminan algunas opacidades y se hacen revelaciones valiosas para entender el curso de la violencia que se desató.
La mano de Sorkin es apreciable en la estructura de la película. El guionista propone un orden singular, pues brinca de los preparativos que llevan a cabo los grupos de manifestantes a la sala de juzgados. En más de un momento obtiene buenos dividendos por la apuesta de montaje, y liga eventos y posturas distantes. Así consigue fluidez en el ritmo y solidez en el discurso. Y, con humor, da forma a una paradoja provechosa: al unir, separa, al yuxtaponer las posturas contrastantes hace una distinción entre ellas. Por otra parte, la inserción de material de archivo en algunos pasajes violentos, incrementa el punch. La puesta en escena no sólo alcanza para crear la época de forma convincente, sino para matizar clases sociales y personalidades: así consiguen transitar con naturalidad estudiantes clasemedieros, hippies estridentes y belicosos panteras negras. La luz, cortesía del griego Phedon Papamichael (colaborador de cabecera de Alexander Payne), emula la paleta de colores de fines de los sesenta, contribuye a caracterizar los lugares y a subrayar las diferentes atmósferas y emociones que se presentan a lo largo de la historia. En la banda sonora cobran relevancia las músicas del británico Daniel Pemberton, que apoyan diversas situaciones y proponen un cierre virtuoso (así, el largo desfile de créditos finales reserva cierta emoción).
Sorkin entrega una cinta que se mueve con soltura en los parámetros y posibilidades del cine convencional. Explota con fortuna las virtudes del cine de juzgados, que por definición se aboca a esclarecer los eventos –busca la verdad– y pretende repartir responsabilidades –alcanzar la justicia–. El salto temporal realizado (ir de los preparativos de la protesta a la sala de juzgados) es valioso narrativa y dramáticamente, pues contribuye a la multiplicación de las sorpresas y a dar peso y emoción, en ambos terrenos, a las revelaciones. Asimismo, es afortunada la apuesta por construir un “personaje coral”, ya que es una especie de compendio de las posturas rebeldes ante la autoridad gubernamental. No menos valiosas son las dosis de humor que se imprimen a lo largo de toda la película y que apoyan el desempeño del drama. Así cobran valor los apuntes que Sorkin hace no sólo sobre los motivos ocultos del poder, sus estrategias para infiltrar agentes de policía entre los protestantes y exhibir la maquinaria de la represión, sino además le permite mostrar y matizar las diferentes posturas que caben en un movimiento opositor: en este caso, una que apuesta por la institucionalidad y cuestiona a los políticos, otra que apela a principios éticos y una que es más lúdica (la ligereza y la gravedad pueden convivir).
El mensaje cobra densidad por la denuncia, pero sobre todo por la invitación al respeto entre los que comparten causas, pero piensan diferente: la negociación también es deseable en la oposición, así como el fanatismo y la exclusión son reprobables en toda organización. La moraleja, en lo relativo a la denuncia, poseía mayor vigencia en tiempos del presidente que dejó la Casa Blanca a inicios de este año (por la represión a los que no piensan como él, a las ideas), pero no la pierde de cara a las veleidades en la impartición de justicia (el juez de esta cinta, por ejemplo, es autoritario, particularmente irritante y medianamente incompetente) y los grupos que defienden diferentes causas, pues la división y la cerrazón son malos consejeros ayer como hoy.