Nosferatu: la oscuridad es iluminadora

Robert Eggers lo hace de nuevo y actualiza (en su doble acepción de poner al día y poner en acto) los grandes asuntos del terror. En La bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2015), su ópera prima, nos recuerda las contrariedades de vivir lejos de la civilización y cerca de las tentaciones; en El faro (The Lighthouse, 2019) revisa los fantasmas de la masculinidad; en El hombre del norte (The Northman, 2022) “dialoga” con Shakespeare e ilumina los sinsabores de la filiación adolorida y la venganza. En Nosferatu (2024), su cuarta y más reciente entrega, relee las páginas del Drácula de Bram Stoker. Con brillantez en todos los casos y remitiendo en cada caso y en todo caso, invariablemente, al tema del sexo, dicho sea de paso.

Para su Nosferatu Eggers se inspira en la mencionada novela de Stoker y en el guión de Henrik Galeen, el cual sirvió de base para el Nosferatu (1922) de F. W. Murnau, una de las obras maestras del expresionismo alemán. (Habrá que recordar, además, la célebre “visita” que Werner Herzog hizo al vampiro en 1979, con los no menos célebres desempeños de Klaus Kinski e Isabelle Adjani.) En términos generales Eggers sigue las mismas estaciones narrativas que sus antecesores: Thomas Hutter (Nicholas Hoult) trabaja para una agencia inmobiliaria y visita en Transilvania al Conde Orlok (Bill Skarsgård). Éste queda prendado de la belleza de la esposa de Thomas, Ellen (Lily-Rose Depp), por lo que se apresta a hacerle una visita. Con el vampiro llega a Alemania la peste, y se multiplican el terror y los cadáveres. Eggers introduce un cambio que es fundamental: Ellen tiene un pasado intenso con el conde.

Eggers apuesta por una puesta en escena prodigiosa. Recrea con verosimilitud la geografía y la época (la historia se ubica en la Alemania del siglo XIX), con escenarios y vestuarios que además dan cuenta del lugar que los personajes ocupan en la sociedad. Por ejemplo, son notables los contrastes entre la vida de los citadinos alemanes y la que llevan los gitanos “incivilizados” en la Transilvania rural. Habrá que subrayar el buen desempeño que tiene en el manejo de la luz –en blanco y negro y en color–, así como en la creación de atmósferas, el cinefotógrafo Jarin Blaschke, colaborador de cabecera de Eggers. Así, por ejemplo, cobran relevancia los matices entre la calidez del hogar que habitan los Hutter y la calidez mórbida en el castillo de Orlok. La puesta en cámara es elegante y alterna planos estáticos, que contribuyen a la densidad dramática, con una frecuente movilidad, que da fluidez al relato y contribuye a incrementar la emoción. En la banda sonora el realizador apuesta por estrategias más o menos habituales en los terrenos del terror, poniendo el acento en las músicas, que así resultan pertinentes para el sobresalto.

La puesta al día de Nosferatu pasa esencialmente por el cambio de punto de vista y de protagonismo. Este último no recae en el monstruo, que aparece poco, tampoco en en el médico-brujo Prof. Albin Eberhart von Franz (Willem Dafoe) y mucho menos en Thomas. El personaje principal es Ellen, por cuyas venas corre “demasiada sangre”, posee un carácter melancólico y ha vivido pasajes de soledad y abandono en su adolescencia. Es ella, en esos momentos, quien convoca al vampiro, el cual le provee compañía… pero sobre todo placer sexual. Eggers echa un vistazo a las obras de Freud y explora con lucidez los meandros de la melancolía, la relación que se establece entre el sexo y la muerte (de los cuales el vampiro es un agente y un puente). Ellen busca en el matrimonio una especie de puerto seguro, un amortiguador para sus pulsiones. Pero la ambición de Thomas contribuye a despertar los fantasmas de su pasado, y en un momento de siniestra sinceridad le reprocha a su marido que, como amante, no está a la altura del conde. El amor conyugal no fue suficiente. Aquí tampoco.

La puesta al día de Eggers cobra valor con los eventos finales. Ellen sabe que Orlok tiene cuentas pendientes con ella, y por ella ha llegado; que ella se ha convertido en un peligro, en un mal, para los que ama y la han protegido. Lo extraordinario es que asume la responsabilidad y actúa en consecuencia, por lo que no elude el sacrificio. (Entre melancolías te veas: el comportamiento de Ellen tiende un puente con el de la protagonista de Melancolía de Lars von Trier,* quien se hace presente ante la inminencia de la nada.) Y que así se envía un mensaje que es bastante oportuno: en tiempos como los actuales, en los que la credulidad amenaza la racionalidad y las ideologías son religiones pertinentes para culpar a los otros de todos los males; en los que todos y todas se creen merecedores de todos los bienes (casi casi por el simple hecho de existir) pero no tienen empacho en transitar por los terrenos del mal: en mentir para beneficiarse, en victimizarse para beneficiarse, en cancelar a otros para beneficiarse; en tiempos en que prácticamente nadie reconoce que sus comportamientos pueden ser perniciosos (ni, mucho meno, se hace cargo de ellos) y que, buscando beneficiarse, pueden ocasionar daños, la oscuridad que presenta Eggers es iluminadora.

*    Han Byung-Chul ha hecho un brillante ensayo a propósito de la melancolía y de esta película.

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