En una época de solemnidades ideológicas –que entre gritos y acusaciones no alcanzan a disimular la profunda estupidez que a menudo las habita– la comedia está en riesgo. (¿O ya la perdimos, como lamentaría Mario Vargas Llosa refiriéndose a América Latina?: ¿quién nos manda votar mal?) La inteligencia escasea y el cine no es la excepción. En este paisaje una película como No miren arriba (Don’t Look Up, 2021) es sintomática: exhibe la estupidez y la ridiculez que a montones habita hoy día a los terrícolas, pero no evita contagiarse de ella.
No miren arriba es la más reciente entrega de Adam McKay, responsable de El vicepresidente: más allá del poder (Vice, 2018) y La gran apuesta (The Big Short, 2015). Recoge las vicisitudes del astrónomo Randall Mindy (Leonardo DiCaprio) y la doctoranda Kate Dibiaski (Jennifer Lawrece). Ella descubre que un meteorito de gran tamaño se aproxima a la Tierra y amenaza con acabar con la vida en el planeta. Ambos tratan de hacer ver el peligro a la opinión pública y a la presidenta de Estados Unidos (Meryl Streep), que es una versión femenina de Trump. (Porque en un desplante de arrogancia, según la película sólo el país de las barras y las estrellas ha de salvar al mundo.) A pesar de la magnitud del evento, los científicos reciben indiferencia y burlas.
McKay propone un ritmo ágil, con episodios con cámara en movimiento y breves planos estáticos, que es pertinente para recoger el frenesí de los eventos; ocasionalmente la cámara permanece atenta a la revelación, el descubrimiento y la exhibición de las conductas y reacciones contrastantes que habitan la cinta. La gran apuesta está, sin embargo, en la puesta en escena. En particular en la luz, que tiende a recoger matices sombríos y es cortesía del sueco Linus Sandgren (colaborador habitual de Damien Chazelle), y a las actuaciones, que tienden a la exageración y en algunos casos (Meryl Streep, Cate Blanchett, Jonah Hill) están en el umbral de la sobreactuación.
El estilo se nutre con ganas de la estridencia, lo cual no es inhabitual en los subgéneros de la comedia que visita la cinta (la parodia y la sátira). No obstante, el escaso desarrollo temático y narrativo y los cambios de tono desafortunados se suman para restar agudeza. Los afanes son transparentes, y a ellos se sacrifican la progresión dramática, la evolución de los personajes… y la verosimilitud. Y aun la caricatura –en la que se resumiría la apuesta del cineasta– no sabría prescindir de esta última sin consecuencias negativas atendibles. A pesar de la oportunidad de la exhibición realizada (nunca está de más poner un espejo nítido a la inconmensurable estupidez humana) el resultado es demostrativo y con escasa gracia. (¿O será que la transparencia es necesaria para que los espectadores se puedan enterar de lo que la cinta denuncia?) Para acabarla, por momentos se lleva a cabo un giro de timón hacia el drama y la épica anodina al estilo Michael Bay (y sí, claro, la historia ya hacía guiños a su Armageddon).