Por lo general desconfío de Óscar. Lo que premia no termina por convencerme, pues a menudo privilegia el proselitismo y la corrección política más que el rigor cinematográfico. No obstante, comencé a ver Mi maestro el pulpo (My Octopus Teacher, 2020) porque obtuvo el reconocimiento de la Academia norteamericana a mejor documental. El inicio me sedujo: bellas imágenes marinas, grandes planos registrados con drones: la naturaleza asombrosa, esplendorosa y espectacular. Pero el sensiblero tonito de voz en el que narra el protagonista –reforzado por músicas que se escuchan a cada rato–, las abusivas cámaras lentas y las trampas de la antropoformización pronto comenzaron a disgustarme: llegar al final me resultó tortuoso, y a pesar de su corta duración (85 minutos), pestañeé en más de una ocasión.
Mi maestro el pulpo es una producción de Netflix y fue escrito y dirigido por Pippa Ehrlich y James Reed. El tándem acompaña a Craig Foster, cuya experiencia en el buceo y en el audiovisual son parte fundamental en la realización. Mediante su testimonio, en off o frente a cámara, Foster relata su experiencia siguiendo por alrededor de un año a un pulpo (o varios, ¿cómo saber que seguimos al mismo molusco?) en un bosque submarino de Sudáfrica, y da cuenta de la relación que él establece con el octópodo y del cambio que él experimenta a partir del acompañamiento que lleva a cabo.
Ehrlich, Reed y Foster (y el fotógrafo, Roger Horrocks) entregan bellas imágenes submarinas mientras somos testigos del singular comportamiento del pulpo de marras. El bosque bajo el agua resulta fascinante; la capacidad del molusco para mimetizarse y para cazar a sus presas reservan más de una sorpresa. Hasta aquí se agradece la labor de divulgación.
Pero el abuso de las cámaras lentas (al estilo del spot publicitario), la ambición seudocientífica y el sentimentalismo se imponen en el afán de convencernos de que hay una relación (¡una relación sentimental!) entre el observador y el observado. Con la cinta va sucediendo algo similar a lo que vemos en Grizzly Man (2005) de Werner Herzog: un humano que se cree las historias que él mismo se inventa a propósito de un animal salvaje. Así, ve relaciones donde sólo hay contacto, acaso reconocimiento de las bestias a los humanos. ¿Amistad? Por favor…
En su discurso –narrado con afectación, reitero–, Foster pone palabras en boca del pulpo, interpreta sus conductas y atribuye emociones a ciertas reacciones: más o menos lo mismo que sucede entre los seres humanos que tienen mascotas. En su narración Foster deja entrever algunos problemas personales (que nunca precisa, y ni falta que hace: es irrelevante) que “resuelve” en sus visitas diarias al mar y gracias a lo que le hace ver su “maestro, el pulpo”. A veces habla de la relación con su hijo; al final el discurso resulta un tanto deshilvanado, superficial e inconsecuente. Para acabarla, los realizadores echan mano de forma tramposa del montaje prohibido (que hoy en día parece estar de moda): en su afán de convencernos del peligro que corre el pulpo, que según nos dicen es acechcado por un depredador, se alternan imágenes del molusco y del tiburón que supuestamente lo acecha. No aparecen ambos en el mismo plano, por lo que el peligro es una construcción del montaje más que una situación real, y la persecución resulta inverosímil.
El acercamiento, sentimentaloide y sensiblero, y el afán antropoformizador, todos heredados de Disney, terminan por establecer un tono que no me convence, que me parece falso: aquí nada parece espontáneo. Mas irritante (más irritante) resulta esa humana propensión a endilgarle a otros seres atributos que no tienen, a resolver necesidades propias del humano manipulador mediante una falsa empatía. Así, si hay quien proyecta su credulidad en una mancha de humedad y le rinde culto porque le encuentra una divina forma –que le hace sentido porque es creyente– no veo por qué no podríamos recibir lecciones de un helecho.