Mexicanos criticones al grito de guerra

El desencanto y la indignación que provocaron los resultados en los más recientes Juegos Olímpicos –ánimo que por lo demás se repite cada cuatro años– forman parte de un fenómeno nacional que presenta varias aristas y, me parece, es conveniente examinar.

Llama la atención, primero, el pobre reconocimiento que en general se da al deportista en este país. Acostumbrados a deslumbrarnos con futbolistas de dudosa talla, ignoramos los esfuerzos y méritos de los que acumulan años de esfuerzos y entrenamientos en otras disciplinas. Cualquier pateabalones que llega a Europa, así sea sólo para ver los partidos desde la banca, recibe más atención que nuestros atletas, volleybolistas, clavadistas, besibolistas, etc. Se critica que a los Juegos Olímpicos vayan tantos y ganen tan poco, pero quitando a los burócratas y sus queridas, los que se dan cita en estos eventos no asisten por invitación: se ganaron su lugar en torneos clasificatorios, y asistir a unos Juegos Olímpicos es ya un mérito.

Berlin 1936 OG, Shooting of "Olympia", documentary film by Leni RIEFENSTAHL - A cameraman on the diving board, filming a female diver.

Se cuestiona asimismo el apoyo económico que se les brinda a la élite de alto rendimiento. Se dice que la mentalidad falla en el momento decisivo, y tal vez es cierto, pero esto no debería hacernos perder de vista el verdadero valor de los deportistas. Y cabría preguntarnos ¿cuántos mexicanos son tan disciplinados como ellos (no es de extrañar que cuatro de los cinco medallistas de Río sean militares)?, ¿cuántos están dispuestos a renunciar a los placeres cotidianos del ocio para concentrarse en una actividad tan demandante? Se entiende el malestar de la arquera Alejandra Valencia al decir “háganlo ustedes”: más allá del exabrupto, el que ha estado en competencias de ésta u otra índole siente coraje, para empezar, consigo mismo; también la primera desilusión o decepción. La mayoría de los mexicanos, seamos sinceros, ni siquiera sabíamos que existían. Pero los que pagan impuestos en este país –y también los que los evaden– son generosos en añadir censuras que provienen de la ignorancia y de la mezquindad, pues se creen con el derecho de reprochar su actuación (el reproche que se puede hacer el mismo deportista es no ofrecer todo aquello para lo que entrenó, en lo físico y en lo mental). Al ver la facilidad con la que se censura al otro, surge una serie de preguntas: ¿cuántos mexicanos son tan exigentes con los deportistas como son con ellos mismos?, ¿cuántos aspiran a medalla en sus actividades cotidianas?, ¿cuántos estudiantes, maestros, taxistas, choferes, ingenieros, escritores, químicos, cineastas o empresarios, por citar algunos ejemplos, ganarían medalla de oro? Claro que da gusto ver que un mexicano gana medalla de oro, pero recordemos que lo extraordinario comienza en lo ordinario, en lo cotidiano.

En México esperamos que algún iluminado en el poder haga un cambio sustancial. La expectativa no surge del aire ni de la ilusión: la historia recoge casos memorables. En las primeras décadas del siglo anterior, recordemos, la educación y el arte en México recibieron un gran impulso de próceres de la cultura como Justo Sierra y José Vasconcelos. Desde entonces, con algunas raras excepciones, la educación ha estado en manos de burócratas más bien grises, como es el caso actual. Si la educación y el deporte van a estar en manos de amigos del presidente de la república, lo menos que podemos exigir los mexicano es que el líder del poder ejecutivo elija mejor a sus cuates. Alfredo Castillo, presidente de la Comisión Nacional de Cultura Física y Deporte (Conade) ya había mostrado su torpeza y soberbia en ocupaciones anteriores. No cabía esperar milagros de su gestión en la Conade, sin embargo parecía que él sí lo creía (¿en cada político hay un mitómano?). Mostró ser un mal político al enfrentar a las federaciones de diferentes deportes. Provocó un encontronazo en donde no había buenos: entre su autoritarismo y la desfachatez de dirigentes que se manejan como mafia, aquí todos son malos. Si el deportista merece cierta consideración, no hay forma de defender la labor de los dirigentes del deporte: se han ganado a pulso la mala fama de la que gozan.

futbol

Al concentrar la mirada en los resultados de los Juegos Olímpicos y además menospreciarlos (a lo que contribuye de buena manera –o mejor, de mala manera– una prensa también mezquina) por considerarlos por debajo de lo esperado, es conveniente preguntarse por qué se tienen expectativas más altas, por qué se establecen metas por encima de las reales posibilidades. De ahí proviene, de acuerdo a Samuel Ramos y su Perfil del hombre y la cultura en México, el sentimiento de inferioridad que no deja de asociarse al mexicano. No sé si cabe esperar mejores resultados, pero creo que lo más importante se pierde de vista.

El mensaje que el presidente manda al ubicar al frente de la educación y del deporte a burócratas ineficientes pero obedientes es de indiferencia a esas actividades, de cierto desdén. (Por otra parte, colocar en esa posición a entendidos en la materia no es ninguna garantía. Ya tuvimos deportistas en la Conade y los resultados tampoco fueron espectaculares. En otros campos sí podemos hablar de gestiones provechosas, como la de Jorge Sánchez en el Imcine.) Sin ánimo conformista, habría que darle al deportista un valor más alto, cercano a sus reales méritos. De esta forma podría servir como inspiración –y no como objeto de escarnio– y contribuir a que el deporte forme parte de la actividad cotidiana del mexicano –y que no sea una “actividad” de criticones, mirones y panzones, frente al televisor. Y vaya que sería conveniente, pues de acuerdo a la Organización Mundial de la Salud cada mexicano consume en promedio 163.3 litros de refresco al año y las cifras en obesidad son escandalosas: casi 70% de la población. El deporte debiera verse como una cuestión de salud y no como un fácil –y ajeno– pretexto para inflamar, a conveniencia, el patriotero pecho.

gordo

En materia de cultura física hay tanto por hacer como en otros campos de la cultura o del arte. A falta de próceres de la educación (como los citados Sierra y Vasconcelos) es imperioso empujar proyectos, aprobar leyes, que verdaderamente pongan en movimiento a México. Asimismo, es conveniente tomar como directriz de la educación, en casa y en la escuela, la máxima del barón Pierre de Coubertain (aquello de que “lo importante no es ganar sino participar, lo esencial en la vida no es vencer sino luchar bien”). El deporte, como el arte, tiene un valor formativo y contribuye a la salud. Y tendría que hacernos mejores personas. Es lo que debiera empujar las políticas públicas en la materia. Y si con ellos se pone en juego la autoestima nacional, bien haríamos en dar a los deportistas el reconocimiento que merecen más allá de las medallas. Mejor haríamos, por lo demás, en exigir a los otros un esfuerzo similar al que cotidianamente nos exigimos a nosotros mismos.

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