Max Ophüls, el hombre de las escaleras: Madame de… (1953)

CINESCOPÍA/José Javier Coz

Se dice que los grandes directores del siglo XX fueron los que empezaron dirigiendo obras de teatro y pasaron al cine mudo. Entre ellos figura Max Ophüls, un alemán que por la persecución a los judíos se obligó a transterrarse. De sus 22 largometrajes, destacan Amorío (Liebelei, 1933), La mujer de todos (La signora di tutti, 1934), La pecadora (Sans lendemain, 1939), Carta de una enamorada (Letter From An Unknown Woman, 1948), Codicia (Caught, 1949), Almas desnudas (The Reckless Moment, 1949), La ronda (La ronde, 1950), El placer (Le plaisir, 1952) y Lola Montes (1955).

La discusión en torno a si la forma es contenido y viceversa ha sido zanjada desde hace mucho, digamos que desde 1953 o muy probablemente antes. Madame de… prueba que la disección de una obra de arte en forma y contenido es una operación metodológica necesaria justamente para arribar a la posibilidad de ver una película como forma casi en estado puro, con una que otra impureza claro está.

La puesta en escena es constantemente una puesta de cámara en escena. Sin embargo, Max Ophüls será recordado siempre por la dirección de la cámara con circularidades de una turbulencia magistral sin que en ningún momento el movimiento deje a la historia en segundo término y sin distraer al espectador alertándolo de que una cámara está moviéndose.

Tanto el argumento como la trama son difíciles de acotar en Madame de…. Depende desde dónde la veamos, si desde lo narrativo, lo simbólico o lo técnico.

En Madame de… estamos dejando atrás el siglo XIX con tres protagonistas aristócratas: la condesa Louise (Danielle Darrieux), su esposo André (Charles Boyer) que es un general fuera de funciones, y un diplomático italiano, el barón Donati (Vittorio de Sica, el célebre director de Ladrones de Bicicletas, 1948). La elegancia y la opulencia que no se llevan de la mano están aquí entremezcladas. Los escenarios son carruajes suntuosos, teatros de ópera y mansiones en las que se ofrecen fiestas pomposas en amplios salones con música en vivo.

Es importante destacar la escenografía y la utilería por cuenta de Jean d’Eaubonne y el vestuario a cargo de Georges Annenkov y Rosine Delamare que, con una buena cinematografía en blanco y negro a cargo de Christian Matras, no tuvieron problemas con los colores de los adornos ni de la indumentaria.

Desde el principio hay indicios en los personajes de llenar el tiempo con eventos sociales y con futilidades como la indecisión de qué chal o sombrero ponerse o si tal collar hace juego con tales aretes o si la gabardina amerita la ocasión, por enumerar algunas entre muchas. La pasión amorosa irrumpirá y dará un vuelco sustancioso a la vida de Louise al enamorarse del barón Donati. O, más bien dicho, esa pasión le dará vida a la abulia. Los escenarios y los incidentes serán pretextos para que Max Ophüls explaye su maestría en la puesta en cámara, pletórica en travellings combinados con paneos. Para entonces, Ophüls estaba harto de lo que los productores de Hollywood repetidamente le impusieron: close-ups y escenas y secuencias con tal cantidad de cortes que arrojaban una pobreza en dirección y un engorro en el montaje. Por el contrario, para Max Ophüls la mirada cinematográfica sólo podía ser la de un voyeur que asiste al espectáculo de la vida, no una mirada limitada y obtusa hacia la intimidad.

Su concepto de cine es indisociable de la espacialidad. Ophüls opta por planos largos que simulan a un espectador que sigue con la mirada la subida y bajada por unas escaleras (parece que no hay película de Ophüls sin alguien subiendo y bajando escaleras) o a uno que sigue a la protagonista ya sea acercándose o alejándose según la complicidad sin que necesariamente se convierta en un plano subjetivo. Otra vez, Ophüls no expone la intimidad a la cámara sino que extrovierte el contacto. Nuestros protagonistas no se mueven, sólo pasan de un evento social a otro y vuelta al dormitorio. Los asisten sirvientas, mayordomos, cocheros, todo tipo de servidumbre, hasta para refrescarles la agenda saturada de invitaciones, sus anfitriones, días y hora de las citas y para anunciarles la llegada de una carta o de una visita. La cámara le imprime dinamismo a esa inmovilidad, a ese tedio y esclavitud de una vida consagrada a compromisos indeclinables. Una vez arribados a la fiesta, con Ophüls no sabemos si la cámara sigue la cadencia del baile o el vals que bailan se acompasa con el de la cámara. La cámara de Ophüls convierte en festiva a la vida desganada de la aristocracia.

No todo es movimiento con Ophüls. Alterna descansos estáticos, pero siempre renovando la mirada. Abundan los planos con doble encuadre. Echa mano de marcos que pueden ser ventanas, vitrinas, los barrotes de unas rejas, ventanillas de oficina, espejos… todos a manera de marialuisas, con los que ya no podemos ver pasivamente sino forzosamente mirar: mirar algo reflejado en un espejo que está dentro de un escaparate cuyo vidrio refleja a su vez lo que está detrás de quien mira. Agnes Varda rinde homenaje a este recurso en Cleo de 5 a 7 (1962).

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