Como sucedió con Sólo los amantes sobreviven (Only Lovers Left Alive, 2013), en Los muertos no mueren (The Dead Don’t Die, 2019), su más reciente entrega, Jim Jarmusch incursiona en los terrenos habituales del terror. Si en aquélla acompañaba a un grupo de vampiros, ahora da cuenta de una masa de zombis. El resultado no es tan bueno en esta ocasión, pero sí hay valios material para el comentario.
La acción de Los muertos no mueren se ubica en Centerville, un pequeño poblado (con 738 habitantes) que es custodiado por el Jefe Cliff Robertson (Bill Murray) y el oficial Ronnie Peterson (Adam Driver). Nada pasa por allá, hasta que un desvío en el eje de rotación de la Tierra provoca que los muertos comiencen a salir de sus tumbas. Entonces es posible anticipar que, como comenta Ronnie a cada rato, todo “va a terminar mal”.
Jarmusch entrega una cinta que presenta una continuidad tangible con su filmografía previa. Convoca obras literarias pertinentes para dar amplitud a la historia y el discurso (en este caso el Moby Dick de Herman Melville y sus oscuras claridades), tiende puentes con el cine, en particular con George A. Romero, uno de los “padres” reconocidos del universo zombi, pero también con Samuel M. Fuller, a quien hace un guiño tumba mediante; el humor aparece a raudales (se presentan constantes pretextos para la carcajada), e incluso hay más de un pasaje en el que se hace evidente que lo que vemos es una película (y hasta hay un reclamo de un actor-personaje a Jarmusch); convoca a actores de una buena parte de su filmografía previa: Murray y Driver, pero también Chloë Sevigny, Steve Buscemi y Tilda Swinton (heredera, aquí, de Ghost Dog), los músicos Tom Waits, Iggy Pop y RZA; la música, que también manifiesta aristas humorísticas, cobra protagonismo: particularmente con la homónima canción principal (que resulta conocida para el jefe Cliff por reveladoras razones), cortesía de Sturgill Simpson, quien también aparece brevemente.
La propuesta narrativa, para empezar, es bastante convencional. Jarmusch, para variar, manifiesta la intención de contar una historia, para la que ofrece antecedentes a montones (en la primera media hora de la película pasan más cosas que en películas completas del buen Jim) y prepara algo que –en términos de la convención– no se redondea. Pero luego abandona esta vía y aparece, para no variar, el Jarmusch contemplativo, el de la prodigiosa cinta anterior, Paterson. El cambio no resulta muy afortunado en lo relativo al curso de la historia (al estilo convencional, pero tampoco al estilo Jarmusch). Y la película se precipita hacia un final que si bien no termina mal –como incansablemente dice Ronnie– tampoco parece del todo consecuente. Es más bien complaciente, pues va quedando claro que Los muertos no mueren es una especie de vehículo demostrativo, antes que mostrativo –como habitualmente sucede con Jarmusch– para el cineasta. Hay una denuncia del gobierno de Trump (un personaje racista porta una gorra en la que se lee “Mantén América blanca otra vez”), que miente sobre el cambio climático y hace hincapié en las utilidades económicas, y un elogio para México. Asimismo, hay pasajes memorables (como los jóvenes zombis que, celular en mano, van tras el Wifi y el Bluetooth; o los niños ávidos de dulces), no menos demostrativos, que son remachados con el elocuente monólogo final, un rotundo diagnóstico de la humanidad, esa “especie fallida” –como la llamó Woody Allen–, inconsciente e inconsecuente, desmesuradamente estúpida y consumidora voraz, incapaz de superar los condicionamientos del sistema. El final, que pasa por una especie de digresión por el cine de extraterrestres– es elocuente e invita a parafrasear el título de la vampiresca cinta de Jarmusch: sólo los que están fuera del sistema sobreviven.
La reflexión es valiosa y oportuna (en lo que a mí respecta y aunque no venga a cuento, la suscribo cabalmente), pero el vehículo narrativo y formal –a medio camino entre Jarmusch y una mediana película convencional–, aun con sus varios momentos maravillosos, no resulta tan sólido.