Licorice Pizza: el valor del amor en el ser joven

¿Por qué las películas de Paul Thomas Anderson, uno de los grandes realizadores de nuestros tiempos, son mejor valoradas por la crítica que por el público? (De lo que da buena cuenta Internet Movie Database y Metacritic.) La explicación, que acaso peca de simplista, me parece simple: porque ven las mismas imágenes y oyen los mismos sonidos, pero no ven la misma película. El público en general  acostumbra ver historias y actores, y hace sus valoraciones desde sus gustos y emociones; la crítica, en principio, tiene otras capacidades y otras herramientas (aunque no faltan los “críticos” y “críticas” que realmente no lo son, por lo que cabría inscribirlos e inscribirlas, con su celebridad y su fama, en la otra categoría) y otras responsabilidades: sabría hacer una revisión de la narrativa, principalmente, establecer una comparación con otras películas, valorar elementos formales, aunque rara vez alguien va más allá de las actuaciones (lo cual no tiene ningún chiste y lo hace por igual el público en general). ¿Explorar los elementos formales, es decir, el cine como cine? Prácticamente nadie. Con toda petulancia diría que el que sabe ver cine aprecia mejor a Paul Thomas Anderson. (Lo mismo sucede con las películas de Martin Scorsese: no son para todo público.) Pues la narrativa, la forma y los temas así abordados no son fáciles de digerir… ni de apreciar.Tampoco resulta sencillo tender puentes de empatía con sus personajes, pues no son particularmente simpáticos.

Cuatro años después de la prodigiosa El hijo fantasma (Phantom Thread, 2017) Anderson regresa al ánimo de Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, 2002), y el regreso también pasa por la edad y la época: Licorice Pizza (2021), su más reciente película, ubica la acción a principios de los años setenta del siglo anterior y hace el relato de la relación amorosa que protagonizan una joven y un adolescente: Alana (Alana Haim) y Gary (Cooper Hoffman). Él tiene una carrera como actor segundón y ella trabaja con el fotógrafo que hace el registro de los estudiantes de la escuela de él. Pronto comienzan a trabajar juntos, y la relación, a regañadientes, comienza a ir más allá de lo laboral.

Anderson ha dirigido varios videoclips del grupo musical Haim, conformado por Alana y sus hermanas Este y Danielle. A menudo la apuesta de la puesta en cámara es acompañarlas con largos planos en sus recorridos por las calles. Esta estrategia es replicada una y otra vez en Licorice Pizza y así consigue valiosas dosis de frescura y un ritmo apacible. En la ruta Alana y sus hermanas (en los clips), expresan un abanico atendible de emociones: con desparpajo y humor dan cuenta de un bien-estar en el mundo (si bien es cierto que a menudo expresan descontento o enojo). Asimismo, el cineasta construye con virtud la pátina de los años setenta. La luz (cortesía del mismo realizador y de Michael Bauman) y la puesta en escena en su conjunto (vestuarios, maquillajes, escenografías) dan verosimilitud a la época, pero también hacen perceptibles estratos sociales, actividades y edades: hay cierta frivolidad en la venta de camas de agua; aires ridículos en la concepción de Jon Peters (Bradley Cooper), quien fue peluquero y luego pareja de Barbra Streisand y productor cinematográfico. En la banda sonora habita un extenso playlist de la época: de Paul McCartney a Chirs Norman & Suzi Quatro, pasando por Sonny & Cher y Chuck Berry. Hay una buena razón para tanta música, pues el título –que se puede traducir como “pizza de regaliz”– alude a los discos de vinil y a una cadena de tiendas que los vendían.

Anderson da cuenta de los caminos torcidos que pueden seguir dos personas para iniciar una relación afectiva. Con calidez y honestidad nos acerca a dos personajes que no son precisamente encantadores y que cometen a menudo graves equivocaciones. Ella es mayor que él, pero no es particularmente madura; él es infantil y como buen empresario, utiliza a los otros para su beneficio. No obstante, entre ellos se va creando un nexo con matices de comedia romántica. En la ruta el cineasta hace patente el desencanto por los adultos; aquí nadie se salva del ridículo, en particular los hombres: el actor Jack Holden (Sean Penn), versión caricaturesca de William Holden, es un ególatra insufrible, tanto como el adulador Rex Blau (interpretado por Tom Waits, quien hace algo impensable: dar vida a un personaje insoportable); Joel Wachs (Benny Safdie) aparentemente es un político diferente, pero resulta ser bastante político. No menos odiosa es Lucy Doolittle (Christine Ebersole), quien dirige a un grupo de chamacos en una puesta en escena musical.

Anderson no idealiza pero tampoco sataniza. Su recreación de la época va más allá de las imágenes y los sonidos setenteros. Observa, con humor y afán crítico, comportamientos y conductas: la moral, pues. Exhibe cierto relajamiento en las costumbres, aceptación y tolerancia a expresiones que en los pudorosos tiempos actuales merecerían más de una censura. Al final reconoce el valor de ser joven y el valor del amor en el ser joven. Crecer no fue fácil en los setenta, como tampoco lo es hoy (lo hemos hecho cada vez más difícil), pero ayudaba la actitud: Alana se levanta una y otra vez (en el episodio con Holden lo hace literalmente) y Gary resiste al constante “bateo” al que es sometido.

 

Calificación 85%

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