Comencemos con una perogrullada: la obra de William Shakespeare es inagotable, universal y atemporal. El dramaturgo inglés supo explorar las profundidades del alma humana y dejó profusa constancia de ello en sus memorables obras teatrales. Por eso éstas siguen siendo vigentes y fuente constante de inspiración (de acuerdo con el Internet Movie Database actualmente hay alrededor de 40 películas en curso que tienen en su origen alguna pieza de Shakespeare). Hamlet, Romeo y Julieta y Macbeth, por citar las más conocidas, vuelven constantemente a la escena y a la pantalla. Macbeth ha sido inspiración de docenas de películas o series. Recuerdo en particular tres largometrajes de realizadores que aprecio bastante; los dirigidos por Roman Polanski (1971), Orson Welles (1948) y Akira Kurosawa (con el título de Trono de sangre, 1957). Con más o menos dosis de épica, cada una tiene su singularidad y hace hincapié en aspectos diferentes; todas conservan la musicalidad de los diálogos y la profunda reflexión sobre el fenómeno humano.
La tragedia de Macbeth (The Tragedy of Macbeth, 2021) es la más reciente entrega de Joel Coen, quien, en esta ocasión no trabaja con Ethan (¿dónde estás hermano) y ha firmado títulos inolvidables: Barton Fink (1991), Fargo (1996), El gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998), El hombre que nunca estuvo (The Man Who Wasn’t There, 2001) y Sin lugar para los débiles (No Country for Old Men, 2007), entre otras. Recoge ahora las contrariedades de Macbeth (interpretado por Denzel Washington, cuya elección para el rol, dudo, se deba al asunto de las cuotas de inclusión de Hollywood: el color de la piel es irrelevante cuando se trata del abordaje del alma humana), un lord escocés que, después de dar el triunfo en el campo de batalla a los suyos tiene un encuentro decisivo con un trío de brujas. Éstas le dicen que va a ser rey, y él se encarga de dejar el trono vacante y ocuparlo. Una vez rey, el desasosiego lo habita; la conclusión está en el título: estamos ante una tragedia.
Coen propone una puesta en escena prodigiosa que tiende algunos puentes con la versión de Orson Welles. La arquitectura aquí tiende a la desmesura; los espacios son monumentales y desnudos, en particular el palacio de Macbeth, donde transcurre la mayor parte de la acción. La cinefotografía, cortesía del francés Bruno Delbonnel (quien colaboró con los Coen en más de una ocasión y es el responsable de la luz de Amelie) y en un elegante blanco y negro, apuesta por el claroscuro y da a espacios y rostros una densidad notable (y trae a la mente el Iván el terrible de Eisenstein). Con una buena profundidad de campo y emplazamientos en ángulos sugerentes los espacios lucen en toda su extensión y en más de un momento sugieren el abismo. El uso de planos cenitales (y su contraparte, para ver los cielos), harían pensar en una visión divina. Se diría que por el alma de Macbeth habla el estilo.
Lajos Egri, el gran teórico del teatro, propone para Macbeth una premisa elocuente: “la ambición cruel conduce a su propia destrucción”. Coen, gracias a la forma arriba descrita, da forma a la exploración de las vicisitudes que vienen con la ambición que se concreta en la crueldad: el dulce sabor del poder, que resulta efímero, y la amargura de acceder a él por medio del crimen. El norteamericano da cuenta de la mala conciencia, tanto de Macbeth como de su esposa, que arruina la vida y, como sugiere la segunda parte de la premisa mencionada, conduce al cruel a su propia destrucción. La conclusión es rotunda y es pronunciada por un Macbeth acabado pero lúcido: “¡La vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena y después no se le oye más…; un cuento narrado por un idiota con gran aparato, y que nada significa!…”. Coen y Shakespeare han dicho.
Es una tragedia que esta maravilla sólo pueda verse en streaming y no en la pantalla grande.