La región salvaje ilumina escasamente la región salvaje

En Un método peligroso (A Dangerous Method, 2011) David Cronenberg recoge el momento y la razón de la ruptura entre Sigmund Freud y Carl Gustav Jung. El último reprocha a su maestro que haga de la sexualidad el eje alrededor del cual gira lo humano: “debe haber algo más”, afirma mientras se aleja. Ese algo más justamente es… la sexualidad. Al menos así lo exhibe Amat Escalante en La región salvaje (2016), con la que obtuvo el premio a mejor director en Venecia y que se estrena en México año y medio después de su proyección en el festival italiano.

En poco más de hora y media Escalante acompaña en un poblado rural a Alejandra (Ruth Ramos) y a Ángel (Jesús Meza), quienes tienen dos hijos y una vida conyugal gris. Su circunstancia cambia cuando se aparece en sus vidas Verónica (Simone Bucio), una joven que encamina a Alejandra y a su hermano Fabián (Edén Villavicencio) a una extraña creatura que ofrece placer.

Como vimos en Heli (2013) y Sangre (2005), Escalante propone en formato 16:9 (el que usa la televisión actual) un acercamiento realista, con ciertas dosis de crudeza. Para variar, en diferentes pasajes de su más reciente largometraje deja ver cierta estilización en las angulaciones de la cámara y en la paleta de colores. Por otra parte, hace escuchar efectos musicales de notoria intensidad que provocan extrañeza. La puesta en escena empuja así algunas dosis de terror y todo esto construye o subraya el pasaje al cine fantástico (que no ciencia ficción), que es parte fundamental de la propuesta.

El dispositivo empuja una serie de acontecimientos que escapan hasta cierto punto de la narrativa clásica y su causalidad: la casualidad –incluso la gratuidad– irrumpe en diferentes momentos; los eventos, más que construir una historia o desarrollar personajes, se encadenan para dar forma a una demostración. Escalante ofrece un muestrario de síntomas: Verónica, Alejandra y Fabián son “víctimas”, juguetes, de “la parte más primitiva de todos, lo básico, en su estado más puro” (como anota con tono dogmático un científico que custodia al monstruo), del deseo, de la búsqueda del placer. La experiencia con este monstruo, que es una especie de calamar y parece primo del de Posesión (Possession, 1981) de Andrzej Zulawski, es pertinente para mostrar la intolerable grisura de la vida en familia, los nexos, incluso la fascinación, entre la violencia y el sexo, entre la homosexualidad, el machismo y la homofobia. En La forma del agua (The Shape of Water, 2017) Guillermo del Toro también propone un monstruo en contacto con lo humano, pero si él plantea que el amor es comunión, Escalante ilustra que el deseo es puro egoísmo y puede ser destructivo: Alejandra, cansada de su vida conyugal y fastidiada de atender a sus hijos supera su insatisfacción y suspira por ese algo más que al final y al principio es el placer por medio de la sexualidad.

La región salvaje es inquietante e irritante, como cabría esperar en toda propuesta que sin subterfugios nos recuerde la animalidad que subyace a la humanidad. Sin embargo, con todo y el desliz al cine fantástico, no va mucho más allá. Con guiños a von Trier, la cinta es pretensiosa, demostrativa. Exhibe que lo misterioso es misterioso, que el hilo negro es negro: la cinta ilustra lo que es casi una perogrullada (el placer hoy lo es todo), pero si vemos los síntomas, las consecuencias, no hay la ambición de descubrir el fundamento. Su valor está justamente en el recordatorio, acaso en la divulgación, de lo humano como acumulación de sensaciones (de preferencia placenteras) y las consecuencias destructivas que su procuración puede acarrear. La región salvaje hace una exhibición, una constatación, pero no propone una reflexión; no es una tomadura de pelo, pero casi.

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