La luz del diablo: la agenda de la corrección política da miedo

Hace dos o tres años sostuve un intercambio de mensajes no muy amigables con alguien que censuraba las declaraciones de Martin Scorsese sobre Marvel y sobre su falta de tiempo para dar mayor peso en sus películas a los roles femeninos. Los “argumentos” de la contraparte eran pura ideología: surgían de posiciones ajenas al cine, y se inscribían en la moda de “ser sensible” (o “empático”, esa palabreja que hoy se usa con tanta ignorancia y ligereza) con ciertos temas o roles, con ciertas coyunturas. (Mira que hay individuos que se creen en la posición de decirle a Scorsese qué hacer o qué no hacer, ¿pues qué se creen?)

Me quedó claro entonces que se vendrían películas a montones que obedecerían más a una agenda de corrección política y a un cumplimiento de cuotas que a necesidades vitales (¿intelectuales?, ¿emocionales?, ¿espirituales?) de los cineastas. (Tampoco es que éstas estén muy presentes en la historia de la industria del cine: las buenas películas que han surgido de claras necesidades vitales de los autores son una diminuta minoría. Son profusa mayoría las que son mera chamba.) No me parece extraño ahora ver en las películas, y cada vez más, un desfile de personajes de diferentes orígenes raciales; una presencia mayor de personajes femeninos; porque la inclusión es selectiva: tampoco es que en el cine ésta sea muy amplia que digamos como para ir más allá del género y la raza. Menos extraño me parece ver esta tendencia en un género (cinematográfico) que vive y se reproduce en el adocenamiento: el terror. Sirva esta larga diatriba (¿sermón dominical?) como introducción a La luz del diablo (Prey for the Devil, 2022), que llega a las pantallas de la cartelera comercial.

La luz del diablo es el cuarto largometraje del cineasta de origen alemán Daniel Stamm, responsable de 13 pecados (13 sins, 2014) y El último exorcismo (The Last Exorcism, 2010), que a la postre no resultó ser el último, como es posible constatar en su entrega reciente. En ésta sigue las contrariedades de la hermana Ann (Jacqueline Byers), una joven religiosa que trabaja en un hospital en Boston que además es escuela de exorcismo (sic). Ella tuvo un pasado doloroso, pues su esquizofrénica madre la atormentaba con fruición. A pesar del diagnóstico, ella vive convencida que su progenitora era poseída por un demonio. Su pasado regresa cuando entra en contacto con una niña que es atendida en el hospital y el demonio se vuelve a hacer presente.

Stamm echa mano de los trucos habituales del terror, por lo que abundan los sustos manidos y las sorpresas infaltables en este género, como las apariciones “de sopetón” a las espaldas de los protagonistas o los incrementos inclementes de los niveles musicales y los efectos sonoros. Justo es comentar que algunos movimientos de cámara o algunos matices que se hacen presentes con la luz y el maquillaje también contribuyen a la inquietud y el miedo. Si el terror se mide a menudo por los sustos que provoca, supongo que en este renglón el balance no es tan negativo. No obstante, la cinta también provoca más de una carcajada.

Stamm parte de una base medianamente científica y realista en lo relativo a los exorcismos. En efecto, antes de buscar al chamuco en los supuestos poseídos, se lleva a cabo un diagnóstico psiquiátrico. En la mente, y no en los círculos infernales, está la respuesta a la mayor parte de los casos. Sin embargo, en la pantalla no es así: la industria del cine (y también esa otra industria, que es El Vaticano) necesita demonios para alimentar el género cuyas bases habitan en El exorcista (The Exorcist, 1973) de William Friedkin. Ahora hay “avances” sustanciales en esta película, y en buena medida desde las cuotas, pues se da cabida a un maestro cuya piel es oscura, a curas de origen latino y a una mujer (la protagonista) que realiza exorcismos con el outfit oficial y su riguroso alzacuello, como vimos ya en la serie The Sandman (2022) y próximamente en la película mexicana La exorcista (2022) del español Adrián García Bogliano. La hermana Ann hace un descubrimiento que no se ocurrió a los montones de ensotanados exorcistas en siglos de oficio: el ser humano poseído sigue ahí, en cuerpo y mente, y puede escuchar y responder al exorcista-terapeuta: el diablo se hospeda en los que sienten culpa, y el exorcismo es casi una terapia sicológica que consiste en entablar un diálogo con el poseso para que él combata al intruso (aquí es donde aparece la carcajada de Segismundo).

Stamm inicia bien, pues aporta algunas dosis de ambigüedad que resultan sugerentes para abordar los terrores de la hija atormentada por su madre enferma. Cuando Ann tiene la posibilidad de ejercer la maternidad, con la niña en el hospital, van apareciendo ecos de los maltratos que sufrió en su infancia. Hasta ahí, sin ser particularmente original, tampoco hay mayores reproches a la propuesta. Pero luego descubrimos que Ann se embarazó en una borrachera, que parió una hija y que la abandonó. De ahí la culpa, claro. Los atisbos de sutileza devienen grosería. Y la estupidez y el humor involuntario comienzan a aparecer de la mano de Satán. La escuela es un fraude, pues el maestro y los alumnos son asustadizos y no dan una (con curas como ellos el futuro de la Iglesia católica, que de por sí no es muy halagüeño, luce aterrador), el chamuco tiene un comportamiento poco consistente y resulta que es un engañador a conveniencia… del guión. Porque si en sus prácticas Ann es responsable de la muerte de la hermana del padre Dante (un cura de evidente origen latino cuyo nombre ni siquiera merece la pena elucidar) y de algún cura, resulta que sus servicios, primero cuestionados, son premiados y se gana una beca para estudiar en el mismísimo Vaticano, lo cual ya anticipa la secuela. Que Dios la acompañe.

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