El cine norteamericano y el DIF nos han hecho creer que existe una naturaleza materna. En las películas made in Hollywood la paternidad es de quien la trabaja (el padre debe ganarse el título, cumplir con una serie de requisitos), pero la madre es. Su naturaleza la define, y ésta provee cariño y comprensión, apoyo y sacrificio: la madre monolítica-cinematográfica rara vez duda e invariablemente tiene claridad para resolver las contrariedades de su prole. De ahí que cuando una mujer que se ha reproducido se aleja del arquetipo, se llegue a hablar de una madre desnaturalizada. (En otras cinematografías hay ejemplos menos tendenciosos –menos ingenuos– y más humanos, como la madre que provoca los pesares de la hija en Sonata de otoño (Höstsonaten, 1978): Ingmar Bergman juega en otra liga.) Algo así describe La hija oscura (The Lost Daughter, 2021), la ópera prima de Maggie Gyllenhaal.
La hija oscura se inspira en la novela homónima de la exitosa escritora italiana Elena Ferrante. Sigue las vicisitudes de Leda (Olivia Colman), una mujer madura que toma unas vacaciones en un pueblo de la costa griega. Por allá se cruza con una familia numerosa y ruidosa. El extravío de una niña trae de su memoria un puñado de recuerdos; pronto, y poco a poco, comienzan a hacerse presente síntomas del extravío de su mente.
Gyllenhaal empuja una anécdota mínima (la historia al final es materialmente irrelevante) y se lanza a la exploración de la mente, el corazón y el estómago de su protagonista. Para ello, y desde el inicio, la debutante apuesta por un estilo grandilocuente, con seguimientos cercanos a Leda, con acercamientos epidérmicos y mareadores que, con escasa profundidad de campo y frecuentes fuera de foco –que llegan para quedarse y se utilizan en adelante–, tienden a hacer difuso al personaje. Con cámara en mano (recurso del que la realizadora echa mano permanentemente) imprime cierto nerviosismo e inquietud. El desagrado se instala en la larguísima primera media hora y se hace extensivo a Leda. El montaje apuesta por constantes flashbacks, que al principio surgen como ecos del presente y más adelante son más explicativos que coherentes con el presente.
Gyllenhaal provee algunas explicaciones de la conducta de la protagonista una vez que los recuerdos comienzan a llegar, en los que se presentan atisbos de la vida pasada de Leda: en su juventud tuvo dos hijas; una de ellas es ruidosa y retadora, y le hace pasar más de un disgusto. En un congreso académico es halagada por un profesor, con el que posteriormente inicia un affaire y abandona a sus hijas. En el presente se hace visible cierto desasosiego, para el cual les espectadores presentan más de una hipótesis: que si apostó por su vida profesional antes que por su vida familiar, que si se experimenta una culpa de prestado, pues afirma que lamenta lo que hizo.
En la narrativa convencional –y la cinematográfica, en particular la que llena la cartelera comercial– la ambigüedad suele escasear. En buenas dosis, no obstante, es productiva, antes que nada porque permite que el espectador sea más activo y tome decisiones sobre el curso de los eventos o su interpretación. Sin mesura, sin embargo, provoca más indiferencia que intriga. Es el caso de La hija oscura. Si bien hay abundantes simbolismos –como la cáscara de manzana que haría pensar en un cordón umbilical que nunca se rompe– y que se condensan en la muñeca que roba Leda (como el pasado que ponzoñoso regresa y que es casi imposible de limpiar), al final el asunto es llevado a los terrenos morales (“esa gente es mala”, nos dicen de los vociferantes veraneantes), al blanco y negro maniqueo. Peor aún, al terreno de la patología: Leda parece lúcida pero su conducta haría pensar en desvaríos mentales, y, en lo personal, una vez en estos marasmos (que paradójicamente ofrecen una salvedad a la moral), pierdo interés, porque estaríamos ante la exposición de un caso (y se ofrecen salvoconductos al espectador: así son los enfermos; tú, no) y las respuestas están en el manual de psiquiatría antes que en la problematización de la vida y el manantial del arte. La apertura (para terminar por el final) por la que apuesta la realizadora parece abrir rutas a la interpretación (y cada quien ve lo que quiere ver, de ahí que los comentarios sobre la cinta sean tan contrastantes), pero también se traduce en eludir el riesgo: afirmar, cerrar, conlleva otra responsabilidad.
Las películas sobre malas paternidades abundan; las de las malas maternidades siguen escaseando.