Entre su arte y…

Los años pasan y se ha institucionalizado una ocurrencia elitista: el cine de arte es considerada una categoría (¿o un género?, no sé) y tiene salas dedicadas a su exhibición. La clasificación sirve para distinguirlo ¿de qué? Del que no es de arte, dirá más de alguno; del cine comercial, afirmará otro. (¿Hay literatura de arte?, ¿música de arte?, ¿arquitectura de arte?) Surgen, no obstante, una serie de preguntas: ¿dónde está la frontera?, ¿quién la establece?, una cinta exitosa en taquilla, por ser rentable ¿deja de ser de arte?, ¿las películas de Tarantino son de arte?, ¿las de Woody Allen?, ¿las de Almodóvar? Desde que descubrí esta apelación, me pareció que ésta habla más del que se la endosa a una película y la usa en consecuencia que de las características que posee la cinta. Desde siempre, además, me parece una práctica discriminatoria, una forma de condenar a la invisibilidad a las cintas así clasificadas.

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En Guadalajara la cadena que prácticamente monopoliza la exhibición, Cinépolis, ha etiquetado tres salas, en similar número de complejos, como Sala de Arte (con mayúsculas, por favor). Ahí aparecen, a cuentagotas, algunas películas, pocas, que han transitado por festivales importantes o formaron parte del Tour de cine francés. Por lo general estas películas permanecen, en el mejor de los casos, dos semanas. A lo largo del año, siendo optimistas, llegarán entre 25 y 50 películas “de arte”. No es raro que joyas del séptimo arte, así, tengan exhibiciones fugaces y pasen desapercibidas. Es el caso, reciente, de El hijo de Saúl (Saul fia, 2015) de László Nemes y Carneros (Hrútar, 2015) de Grímur Hákonarson, que fueron premiadas el año anterior en Cannes. La primera duró dos semanas; la segunda, una. No ha tenido mejor suerte ¡Salve, César! (Hail, Caesar!, 2016) de los hermanos Coen, que fue estrenada la semana anterior en siete complejos y para ésta sólo estará en cuatro. Y eso que aparecen actores conocidos, lo cual funciona como imán para la taquilla. La promoción que desde aquí se hace es prácticamente nula. Más bien sucede lo contrario: recuerdo que en una ocasión al solicitar un boleto, la chica de la taquilla me preguntó, acaso para disuadirme, si sabía que pedía un boleto para una “película de arte” y que no había devolución.

En las antípodas relativas habría que considerar el Cineforo de la Universidad de Guadalajara. Su programador, Ernesto Rodríguez se ha encargado por años de alimentar la pantalla de ese recinto con lo más selecto de la producción mundial. Por lo general la programación se estructura en ciclos, por lo que cada película se exhibe en promedio de dos a tres días; rara vez alguna llega a la semana. Por su labor, a Ernesto habría que estarle eternamente agradecidos. La censura es a la U de G, que “tira la casa por la ventana” en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara y “cierra la llave” el resto del año. Una institución como ésta debería tener entre sus prioridades la educación, y la exhibición de cine es una forma maravillosa de hacerlo. Pero a lo largo de los años asistimos al deterioro de la única sala de la universidad, cuyas instalaciones se han quedado en los años noventa del siglo anterior (si bien habría que reconocer que ahora ya cuenta con un proyector decente). De la U de G cabría esperar una labor permanente en la divulgación del arte, pero en este renglón arroja un panorama negativo. Muy pobre. No termino de entender cómo se apuesta por proyectotes como el Teatro Diana y el Telmex en lugar de generar proyectos modestos, congruentes, que acerquen a su numerosa prole al cine (ahora que no sé si un montón de acarreados, al estilo FIL, sería deseable). Porque, me queda claro, a la U de G –y a la gente del FICG, no le interesa promocionar el cine, fomentar el crecimiento de la comunidad por ese medio, crear nuevos públicos.

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Hace años, muchos años, uno podía alimentar su cinefilia en Guadalajara, en salas donde se proyectaba buen cine (me rehuso a utilizar esa etiqueta discriminatoria: en lo que a mí respecta todo el cine es arte, y hay películas buenas o malas, profundas o superficiales, exquisitas o fallidas): la de la Biblioteca de Jalisco, la del Ex convento del Carmen, la del Cabañas, los Cinematógrafos (que llegaron a ser tres), las Lux, el auditorio Silvano Barba (los sábados por la tarde), la Greta Garbo (antes de convertirse en sala porno), el cine del Estudiante. Hoy sobreviven algunas (mención aparte merece Daniel Varela, quien desde las videosalas, la de Lerdo de Tejada y la del Ex convento, ha hecho por años una labor plausible: los esfuerzos por acercarnos al buen cine en este valle de lágrimas son individuales), o han aparecido y desaparecido iniciativas que no han tenido mayor trascendencia, pero el paisaje luce desértico en una ciudad en la que aparecen restaurantes y antros con un vértigo sospechoso. De Cinépolis se puede entender el simulacro de apoyo al buen cine, pues su principio rector es la rentabilidad, pero no puede decirse lo mismo de las instituciones cuya función es la educación y la divulgación. Sé que soy ingenuo (tampoco quiero insultarme a mí mismo) al haber esperado en algún momento que la U de G llevara a cabo un circuito de salas, como la UNAM (que cuenta con seis espacios para la proyección). Siempre creí que ahí nomás, a contraesquina del Cineforo (donde estuvo la Escuela de Música, que albergó un cineclub y fue demolida impunemente), donde estuvo el cine del Estudiante, podría nacer el Cineforo 2.

La población de Toulouse, al sur de Francia, es menor a medio millón. Allá se cuenta con al menos cinco complejos de salas con una programación diferente a la de las grandes cadenas (como Gaumont), incluyendo una maravillosa cinemateca. La zona metropolitana de Guadalajara es diez veces mayor, cercana a los cinco millones. La diferencia en la proporción entre número de habitantes y salas con buen cine es abismal; la comparación es odiosa pero ilustrativa. A Guadalajara no llegan las mejores producciones del cine mundial, y las que llegan se van con más pena que gloria; en Guadalajara para ver buen cine con un retraso no muy grande es preciso recurrir a medios alternativos de distribución: hay proveedores muy buenos en centros de cultura no oficiales y en internet. Es decir, el que quiere estar más o menos al día y frecuentar el buen cine sabe que hay que violar la ley.

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