Entre el inoportuno y los oportunistas: queremos ver sangre

La estampa apareció en el noticiero de Televisa que encabeza Denise Maerker. Abre con un plano general en el interior de Bellas Artes. A la derecha se observa una enorme corona luctuosa en la que es posible leer “Presidencia de la República”. Abajo se percibe un desfile de personas frente a la urna que, según se ha dicho, contiene las cenizas del cantautor Juan Gabriel. A cuadro ingresa una mujer madura con un histórico llanto histérico; el camarógrafo decide hacer un zoom in hasta dejar a la susodicha en primer plano. En esta imagen, creo, puede resumirse la semana del espectáculo en que se convirtió la muerte del artista popular. En ella conviven el populismo presidencial (¡y tanto que se queja el jefe del Ejecutivo del populismo de los otros!) y el morbo mediático (los camarógrafos de las televisoras nacionales parecen adiestrados para hacer zoom in apenas perciben que alguien llora); la realidad que se quiere hacer más grande que la realidad y se convierte en un insufrible melodrama.

Seguí con cierta curiosidad (sí, hombre, con morbo), la cobertura que algunos medios nacionales dieron a los eventos posteriores a la muerte del llamado Divo de Juárez. Más que dar un seguimiento a lo que cubrían, observaba las formas. Algunos periódicos nacionales destinaron una especie de dosier en el que ventilaban información en tiempo real; algo similar a lo que despliegan para dar cuenta de procesos electorales. Las televisoras nacionales, por su parte, hacían remembranzas de la vida y milagros del artista, y daban espacio a los reporteros que, siempre desde “el lugar de los hechos” y con un fondo de fans llorosos, mantenían al tanto a los espectadores de lo que decía tal o cual allegado. Prensa y televisión, estridentes, dejaron de manifiesto no su afán de informar al momento de algo relevante (si ése fuera su interés, habrían hecho un esfuerzo real para transmitir los Juegos Olímpicos), sino su desesperación por volver a conseguir la atención de un país que cada vez les concede menos tiempo y valor. Su oportunismo, como el de la Presidencia, fue tan espectacular como aquello a lo que daban seguimiento: ante la indiferencia o el desprestigio del que hoy gozan, medios y políticos se sumaron al homenaje de acá y de allá.

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Asimismo leí algunas columnas que se publicaron luego del deceso de Juan Gabriel. Es inevitable la referencia a la publicación de Nicolás Alvarado, “No me gusta ‘Juanga’ (lo que le viene guango)”, un texto inoportuno –como él mismo ha reconocido– pero no necesariamente desatinado. Me llama la atención la furia que desató, entre otras cosas porque quedaba claro que no pocos de los insultos y las censuras provenían de personas que no habían leído la totalidad del texto; o, si lo hicieron, que no dieron valor a la crónica que precede a las afirmaciones que circularon fuera de con-texto (aquello de las lentejuelas “nacas”). Como texto literario, a medio camino entre la crítica y la crónica, me parece valioso. Subrayo la honestidad que empuja la confesión de descubrirse clasista y cómo esto influye en la valoración del arte; se trata de una columna con dosis de humor que habla más del columnista que de Juan Gabriel. Creo que no hay mayor disputa sobre el reproche que se hizo a Alvarado, porque el texto lo tiene a él como protagonista en tanto director de TVUNAM. Es además insoslayable la pedantería –ese rasgo tan mexicano, como apuntó hace algunas décadas Samuel Ramos– del autor.

El texto de Alvarado ha motivado otras columnas que, siempre en forma de pregunta (un subterfugio para evitar despertar de nueva cuenta al censor-insultador que en cada hijo la Patria nos dio), hacen ver la conveniencia y la oportunidad de tener debates sobre la libertad de expresión y la responsabilidad –y límites– que existen para un funcionario público. De ello se ocupan en mayor o menor medida Katia D’Artigues en El Universal y Lydia Cacho en aristeguinoticias.com. La primera deja claridad desde dónde escribe lo que escribe (como Alvarado hizo en su texto) y anota que es amiga del vilipendiado Alvarado. Ninguna de ellas pasa por alto el asunto de la discriminación; ninguna echa más leña a la hoguera. Queda claro su afán por invitar a la reflexión en un país que la lleva a cabo muy rara vez. Sin embargo abundan los comentarios de personas que manifiestan cierta decepción por el texto de Cacho. Tal vez esperaban diatribas apasionadas; tal vez las hubieran festejado rabiosamente. A mí me pareció valiosa su aportación justamente por mesurada. Los reproches a la columnista trajeron a mi memoria la lucha libre y los célebres gritos de “queremos ver sangre”.

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La tristeza que esta semana ha manifestado Alvarado se explica fácilmente. Y se comparte. Porque es muy triste observar cómo los mexicanos encontramos cualquier pretexto para odiar a los mexicanos. Lejos de usar las mentadas redes sociales para hacer una revolución, las usamos para mentar madres: se hace de ellas un resumidero de quejas e insultos. Nunca he leído tanto clasismo y discriminación como en los epítetos destinados a Alvarado. Alguien le dedicó un texto (acaso tan pedante como el del desventurado Alvarado) para explicarle cómo funciona la métrica poética y le dice una barbaridad: que “la prosodia es reino de la prosa”, cuando en todo caso, como puede leerse en el diccionario de la RAE, sería el reino de los versos. El autor de este despropósito lo llama ignorante, pero irónicamente el suyo es un ejemplo de cómo se echa mano de la ignorancia si se trata de dar palos al odiado Alvarado.

De todo este evento saco en claro la inutilidad de la música popular romántica. Las canciones más famosas de Juan Gabriel hablan de amor, pero de éste no queda traza alguna en las reacciones que ha generado el malhadado Alvarado. ¿El amor es una palabra vacía para los que tanto cantan a su desaparecido ídolo?, ¿es un asunto bueno para gritar en la borrachera (verbigracia, el “conciertazo” que tuve que aguantar el sábado pasado, donde los vecinos destrozaron hasta las tres de la mañana, y con saturado karaoke, los greatest hits del Divo), pero no para practicar? En todo caso –no, en este caso– si no hay amor para dar por lo menos valoraría el luto silencioso.

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