En Wonderstruck: El museo de las maravillas escasean las maravillas

En su paso por Cannes, Wonderstruck: El museo de las maravillas (Wonderstruck, 2017), la más reciente entrega del californiano Todd Haynes, recibió comentarios distintos y distantes. La prensa especializada coincidía en que la cinta, producida por Amazon, no es tan redonda como Carol (2015), la entrega anterior del cineasta. Hay razón para esta apreciación. ¿Las explicaciones están en el guión?

Wonderstruck: El museo de las maravillas se inspira en un libro de Brian Selznick, autor de La invención de Hugo Cabret, maravillosa novela que combina imágenes y texto y que está en el origen de Hugo (2011) de Martin Scorsese. El autor también es responsable del guión de la cinta de Haynes y recoge las experiencias de un niño y una niña en épocas diferentes: Ben (Oakes Fegley) vive en 1977 y Rose (Millicent Simmonds) en 1927. Ella es sorda de nacimiento; él pierde el oído en un accidente. Ambos huyen de casa buscando a uno de sus progenitores; ambos coinciden en Nueva York, en el museo de las maravillas: el Museo de Historia Natural de Nueva York.

Fiel a sí mismo, Haynes se instala en épocas pretéritas (Velvet Goldmine transcurre en los años ochenta; Carol y Lejos del cielo, en los cincuenta; Mi historia sin mí, sobre todo en los sesenta) y hace una propuesta bastante estilizada, con un extraordinario trabajo en la puesta en escena (fundamental en toda película “de época”). Filma con brillantez, con película de 35 mm., la pátina cinematográfica de las décadas en las que se ubica la acción (con todo y sus tonos verdosos en los setenta; contrastado blanco y negro en los veinte), y las escenografías y los vestuarios se suman a las maravillas del museo. (El trabajo del cinefotógrafo Edward Lachman, colaborador de cabecera de Haynes, es notable, sin embargo ha recibido escaso reconocimiento.) Por otra parte, con la cámara a la altura de los niños protagonistas construye un punto de vista infantil; e imprime monumentalidad a la cinta gracias a la utilización de un formato (aspect ratio) ancho, 2.35:1, que a menudo vemos en el cine épico. El montaje va de Ben a Rose, alternancia que crea un paralelismo y que trabaja para dar mayor densidad al momento en que previsiblemente habrán de cruzarse los caminos. Los problemas comienzan en la banda sonora, que hace eco del terror al vacío y apenas concede algunos momentos al silencio (lo que hubiera aportado más al punto de vista –o de escucha–, a la subjetividad). Y las maravillas narrativas no son precisamente abundantes…

Haynes dedica demasiado tiempo a los preliminares, a las historias que viven sus chamacos antes de decidirse a emigrar a la Gran Manzana. Y una vez que llegan ahí, se dedica demasiado tiempo a la fascinación que despierta la ciudad en los personajes, fascinación que no necesariamente comparte el espectador, para el que Nueva York puede resultar prácticamente un déjà vu. Se suman además pasajes un tanto inverosímiles; otros son predecibles. La cinta despega con lentitud con las aventuras que viven en la ciudad, y aún más cuando comienzan a involucrarse con otras personas. No obstante, las maravillas no abundan y la emoción escasea. Guardando las proporciones y tomando en consideración el tono diferente, resulta más sorprendente el museo –el mismo museo– de Una noche en el museo (Night at the Museum, 2006) de Shawn Levy.

Al final Haynes hace un cruce poco provechoso –que no se desarrolla– entre las estrellas, las que están en el cielo y admira Ben, y las terrestres, que están en el teatro y el cine y que admira Rose. Además, hace el obligado homenaje a Nueva York (¿la comisión de filmaciones de la ciudad lo exige para conceder los permisos necesarios?), que resulta un tanto forzado y queda más como esbozo que como imágenes y sonidos tangibles. Lo dicho: la estilización habitual de Haynes aquí no alcanza a dar aliento a la historia, no produce muchas maravillas.

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