Días perfectos: el regreso del mejor Wenders

En la filmografía de ficción de Wim Wenders es posible ubicar al menos dos clases de películas (sus documentales constituyen una clase aparte): las que fluyen como recuento de experiencias, como crónicas, y las que empujan historias que se sujetan a narrativas más o menos convencionales. En el primer caso cabría En el transcurso del tiempo (Im Lauf der Zeit, 1976), en la que acompaña a un técnico que ofrece servicios a proyectores de cine. En la segunda categoría ubicaría El fin de la violencia (The End of Violence, 1997), que sigue a un productor cinematográfico y su toma de conciencia sobre la violencia. A medio camino ubicaría París, Texas (Paris, Texas, 1984). En la contemplación Wenders luce libre y lúcido, camina con solvencia y aplomo; apenas la dramaturgia se asoma ostensiblemente, apenas las historias reclaman sus giros y los personajes sus arcos, las cintas dan traspiés. Al primer grupo pertenece Días perfectos (Perfect Days, 2023), que el cineasta alemán presentó en Cannes el año anterior (donde también estrenó su documental Anselm). Su aparición ofrece más de un motivo para la celebración.

Días perfectos da cuenta de la rutina de Hirayama (Kôji Yakusho), un hombre maduro que trabaja limpiando baños públicos en Tokio. Lo acompañamos a lo largo de un par de semanas y constatamos sus actos cotidianos: despierta con el sonido que hace una barrendera, se levanta, recoge su futón, riega sus plantas, se rasura; sale a la calle y compra una lata de café frío en una máquina, pone en su camioneta un casete con música norteamericana de los años sesenta y setenta y se dirige al trabajo. En su tiempo para comer va a un parque y contempla en particular un árbol; ocasionalmente toma fotos con una cámara fotográfica de película. Por la tarde se asea en un baño público y luego va a un restaurante; por las noches lee hasta que el sueño lo vence. Los domingos lleva la ropa a lavar, recoge las fotos del rollo que dejó la semana anterior y visita el bar que atiende una afable mujer. La rutina se altera en algunas ocasiones, en particular con la llegada inesperada de su joven sobrina.

Wenders concibe un acompañamiento permanente a Hirayama. De cerca y de lejos. Al acercarse somos testigos de cómo sus gestos dan cuenta con solvencia de su mundo interior; al alejarse incorpora al encuadre paisajes urbanos de la ciudad. Son abundantes los recorridos por la ciudad acompañados por la música, vistos desde el interior de la camioneta que conduce el protagonista o desde el exterior, en grandes planos generales. Para todo esto es conveniente y provechoso el uso de lentes con buena profundidad de campo: el espacio cobra protagonismo y densidad, claridad y grandeza, a lo cual contribuye también, paradójicamente, el formato (aspect rario) 1.33:1, el que usaba el cine clásico y que ofrece menor amplitud que el panorámico cinemascope, por ejemplo. La puesta en escena es naturalista y es pertinente para subrayar los diferentes ámbitos por los que circula Hirayama: algunos son añosos, otros son modernos; en todos hay orden, y aun en la gran urbe se respira cierta tranquilidad (Wenders hace un homenaje a la ciudad, y Tokio resulta ser una ciudad segura, ordenada, limpia, afable: entrañable). En la banda sonora no sólo aparecen las canciones, sino que el ambiente cobra protagonismo, en particular el sonido que el viento produce en las ramas. El estilo es contemplativo, pero no es pasivo.

A diferencia de los personajes hiperparlantes a los que nos ha acostumbrado Hollywood, Hirayama es un hombre que habla poco, muy poco. Es un misterio que ofrece más de una aparente contradicción. Luce tranquilo y hasta feliz (el final provee un caudal formidable en el plano sentimental) mientras su vida luce rutinaria. Es en apariencia un hombre gris con un trabajo gris, pero vemos que realiza sus labores con empeño (se diría que con pasión) y es atento y amable con las personas. Como se dice por acá, lleva la música por dentro, y por su espíritu hablará su cara, que presenta una expresividad atendible. Conforme transcurre el tiempo conocemos más sobre quién ha sido y quién es. Wenders ofrece una cinta en la que el espectador es convocado al acompañamiento y a llenar los huecos. En este renglón cobra valor eso que los académicos de las autodenominadas ciencias sociales llaman “intertextualidad”. La presencia de otros textos en la cinta amplía el campo de batalla (como diría Michel Houellebecq). Si la música da cuenta de la emoción, las letras de las canciones hacen aportes a la narrativa y al drama. Con la literatura hay otro campo de riqueza. Al inicio, Hirayama lee Las palmeras salvajes de William Faulkner; más adelante, Árbol de Aya Kōda. Su sobrina lee Once, cuentos cortos de Patricia Highsmith, y en algún momento menciona que será como Víctor (protagonista del cuento La tortuga de agua dulce), lo cual genera curiosidad… y cierto desasosiego a la luz del destino que corre el mentado personaje. (Acaso involuntariamente, también hay un guiño al cuento Graffiti de Julio Cortázar, que plantea la comunicación entre desconocidos por un medio original.) Asimismo, los recorridos por la ciudad traen a la memoria los que presenta Andrei Tarkovski en Solaris (1972). Y, last but not least, no está de más traer a cuento Tokyo-Ga (1985), el personalísimo documental que da cuenta del viaje que realizó a Tokio en los años ochenta y de su cariño por el realizador nipón Yasujirô Ozu, al que ahora emula en más de un encuadre.

En alguno de los maravillosos textos que Wenders ha publicado, confesó: “cuando comencé a hacer cine mi punto de partida era más bien la música”. A tal grado, que su primer largometraje, Summer in the city (1971), nació del deseo de “llevar a la pantalla mi «hit-parade» de la época, con una historia además que permitía incluir numerosas canciones”. Cualquier similitud con Días perfectos, no es mera coincidencia. Por otra parte, los recorridos por la ciudad también traen a la memoria algún cortometraje hecho en su juventud. Por supuesto que, además, la cinta dialoga a las mil maravillas con Paterson (2016), una de las obras maestras de Jim Jarmusch, que es protagonizada por un conductor de camión urbano. Desde memorables tiempos inmemoriales los caminos de Wenders y Jarmusch se han cruzado. Para empezar por la pasión compartida por Ozu y el apoyo del alemán al norteamericano con película virgen para su ópera prima. Sus películas comparten rasgos estilísticos, en particular las de la primera categoría mentada al inicio de este texto. De la más reciente simpatía entre ambos da cuenta Hirayama, quien, como Paterson, tiene una actitud humilde ante la existencia, ignora el canto de Narciso y de ego; identifica lo que es esencial, su ser no es definido por su trabajo ni por el reconocimiento de los demás… y sabe ponerle poesía a la vida. Hirayama y Paterson saben hacerse cargo de sí mismos; sin internet, sin redes sociales. Y si la vida provee sobre todo tiempo en el que “no pasa nada”, en la vida interior de ambos pasan ostensibles maravillas. Así, la rutina no es un fastidio. Ambos tienen esa bendita capacidad de contemplar. Y contemplar(los) es apasionante.

En el festival de Cannes Días perfectos obtuvo el premio a mejor actor y el del jurado ecuménico.

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