Elvis: el rockabilly de la cárcel del rey del rock

Es raro que una película biográfica termine por iluminar la vida y la obra, la esencia, del biografiado. Invariablemente hay sombras que no se aclaran, lagunas que no se llenan, misterios que no se resuelven. Cuantimás cuando, desde el punto de partida y del punto de vista, no existe la ambición de la elucidación, como en el caso de Elvis (2022). Baz Luhrmann y sus coguionistas, Sam Bromell y Craig Pearce, apuestan por presentar a Elvis Presley desde la óptica de su manejador, el coronel Tom Parker, y más bien seguimos los engaños del segundo antes que las vicisitudes del primero. O, dicho de otra forma, el acercamiento tiene más que ver con las maniobras del manipulador y la carrera de Elvis que con la vida de Mr. Presley. El resultado, sin embargo, tampoco es particularmente iluminador sobre el estafador.

Elvis es el sexto y más reciente largometraje del australiano Luhrmann, quien no estrenaba una película desde hace casi diez años y posee una filmografía que no va mucho más allá de la medianía, con propuestas fallidas como Australia (2008) y El gran Gatsby (The Great Gatsby, 2013) y largometrajes con detalles rescatables, como Romeo y Julieta (Romeo+Juliet, 1996) y Moulin Rouge (2001). En Elvis, que fue presentada en mayo en Cannes, seguimos a Elvis (Austin Butler), quien después de ser “descubierto” por el coronel Parker (Tom Hanks) inicia una frenética carrera que concluyó con una larga estancia en un hotel de Las Vegas (que terminó siendo una especie de prisión). En la ruta conocemos sus influencias, parte de su trayectoria y algunos matices de su personalidad. De Parker sabremos poco y nada.

Luhrmann concibe una entrega frenética, a ritmo de rockabilly –de su acelerado tempo–, en la que cámara y montaje se suman sin dar reposo a lo largo de más de dos horas y media. El australiano echa mano de todos los recursos del videoclip y de los productos que podemos ver en las redes sociales, incluyendo pantallas divididas e imágenes movidas y breves (ignoro el número de planos de la película, pero en la primera media hora seguramente rebasa en cantidad a más de una película de acción). La puesta en escena recrea con fortuna las décadas que cubre la acción (de los cuarenta a los setenta del siglo anterior); la luz emula con fortuna la pátina de las películas de esos años. En la banda sonora aparece, me parece, lo más valioso, pues las canciones del oriundo de Memphis son remasterizadas o retrabajadas y suenan frescas (así, la cinta hace una buena labor de puesta al día y divulgación).

Luhrmann entrega una película subjetiva que resulta más turbulenta (¿turbu-turbo? ¿turbo-rápida? Perdón por el mal chiste) que profunda. Y si adoptar un punto de vista tiene más de una virtud humana y dramáticamente hablando (porque ingresamos a la intimidad y somos invitados a ver desde la perspectiva de alguien más, lo cual sólo es posible en el cine), en este caso juega como un factor de distanciamiento, tanto de Parker como de Presley. Desde la subjetividad el narrador revela y oculta a conveniencia, filtra todo lo que ve y comparte, por lo que pueden aparecer mentiras y dosis de ambigüedad –y, probablemente, la desconfianza del respetable (¿o a poco nos creemos todo lo que nos dicen?)– que pueden resultar valiosas para el espectador, pues es invitado a participar, a tomar decisiones (por ejemplo, en La forma del agua, que también es una película subjetiva, uno puede pensar que lo que sucede al final es el deseo del narrador, del amigo de la protagonista, antes que algo que efectivamente sucedió).

Un caso afortunado –afortunadísimo, diría yo– del uso del punto de vista es Amadeus (1984) de Milos Forman. Aquí la narración corre por cuenta de Antonio Salieri (F. Murray Abraham), quien observa a Mozart con singular interés. Nos comenta y nos cuenta lo que quiere, y nos presenta al personaje que él quiere que veamos. Así, vemos a un Mozart que parece más estúpido que genial. De esta forma Forman concibe uno de los más exquisitos, rigurosos y profundos ensayos sobre la envidia: porque el gran envidioso no sólo es el que quiere lo que tiene el odioso envidiado, sino el que entiende lo que éste hace. Salieri sabía, entendía y apreciaba, lo que era la gran música y en qué consistía una gran composición. Él hubiera querido escribir algo que tuviera esa grandeza, pero estaba fuera de su alcance. De ahí que su retrato de Mozart (que componía como él hubiera querido componer) sea sesgado, parcial, incompleto, incluso insultante. Al final Amadeus es una película que habla más de Salieri que del músico genio.

En Elvis, Luhrmann no profundiza sobre el narrador y nos deja en la oscuridad la singularidad de Elvis. Asistimos a sus orígenes en un barrio pobre habitado por afroamericanos; somos testigos de cómo el góspel y el blues, sus principales influencias, están en el origen de su gusto y formación musicales (y Elvis sería algo así como el baluarte en blanco de la negritud). Lo acompañamos en una parte de su trayectoria –que, por lo demás es bastante conocida– y vemos conductas que resultan extrañas; al parecer, porque Presley no pudo superar la muerte de su madre. El personaje es contrastante o contradictorio: es un rebelde con causa pero también con límites, que nunca pudo sacudirse el yugo del embaucador, y a lo más que llegó fue a un par de gestos de desobediencia; no sabemos qué había en su cabeza, en su estómago, en su corazón (a pesar de las mil canciones románticas que cantó y de que Parker dice que lo mató el amor). Vemos con insistencia cómo su sexualidad, acaso más que su música, fueron un impulso fundamental inicial, y si en algún momento lo acompañamos en el proceso de la creación de una canción, tampoco sabemos gran cosa del artista.

El frenesí que propone Luhrmann no da reposo, y uno termina más abrumado que conmovido. La película es un larguísimo videoclip, y como la mayoría de los productos de este género, es una propuesta con cierto encanto, que alberga algunas dosis de entretenimiento (y hasta cierto punto, pues después de algunos minutos Elvis resulta cansona y un tanto fastidiosa) pero que termina siendo medianamente vacía. En conclusión, el cineasta australiano entrega una cinta más efectista que efectiva y se queda en la superficie: no va más allá del contoneo. Me parece que un lugar común la describe bien y es justo: es una película sin alma. Elvis termina siendo como la fotografía que aparece en la portada de este texto: una silueta de espaldas, deslavada y a contraluz.

Calificación 60%
,

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *