Entre otros asuntos de la filmografía del británico Mike Leigh llaman la atención dos constantes, una formal y una narrativa: gusta de acercamientos naturalistas, a veces con cierta crudeza; muestra una propensión por empujar la emotividad desde personajes sólidos, fuertes, convencidos de lo que son y hacen, y no es raro que con ellos transite, siempre con irónica sutileza, por la ruta del melodrama. No obstante, de ambos asuntos toma distancia en su más reciente largometraje, Mr. Turner (2014), que recoge algunas estampas en la vida del pintor Joseph Mallord William Turner entre 1825 y mediados del siglo XIX y muestra una puesta en escena bastante elaborada (y no sólo por la recreación de la época).
Leigh, también autor del guión, se inspira en la vida y obra de Turner y nos invita a acompañarlo en sus constantes viajes de trabajo –que luego se convierten en viajes de placer, casi retornos al entorno doméstico–, lo mismo a Holanda que a algunos parajes del Reino Unido, a participar en la juguetona relación con su padre, a las visitas a la Academia Real. Pero también esboza su casi indiferencia con la mayoría de las mujeres de su vida: su ama de llaves –que es algo más– su ex mujer, sus hijas. En algún momento el artista comenta que la luz es contradictoria, y no cabría sino pensar algo similar de su comportamiento.
Si bien Leigh hace referencias a personajes y situaciones históricos, también toma distancia con el cine biográfico convencional. Así, más que organizar su relato con la trayectoria de Turner o las etapas más importantes de su existencia, nos invita a compartir su vida cotidiana; más que hacer una defensa de su estilo o motivaciones, nos presenta al hombre sencillo y a menudo gruñón detrás de la tela. Evita los momentos “obligados” en este tipo de asuntos, como el proceso de realización de la obra, los comentarios de los entendidos. Se acerca a la intimidad con un ánimo respetuoso y vamos descubriendo la forma socarrona de relacionarse con los demás y con su obra. En el dibujo del carácter del personaje está acaso lo más atractivo de la cinta.
Leigh concibe una puesta en escena notable. A ello contribuyen de buena manera dos colaboradores de cabecera del cineasta: el cinefotógrafo Dick Pope y el actor Timothy Spall. El primero reproduce la paleta de colores utilizada por Turner; en particular emula el verde azulado de las sombras; y si el pintor “añadía un montón de amarillo a las luces” sin afectar el tono de la piel, en el trabajo del fotógrafo encontramos un eco más que una ilustración. Éste ofrece una serie de viñetas cálidas en las que la luz, la forma y el color se conjugan para hacer de la pantalla una pintura en movimiento (como sugiere, al inicio, la presentación de los créditos); es como si asistiéramos a una galería: la cinematografía, una escritura con la luz, contribuye aquí a esbozar virtuosas estampas. Se trata, reitero, más una interpretación que de una reproducción, pues mientras las pinturas de Turner tienden puentes con el impresionismo (y no faltan las que sugieren más de lo que describen) y a veces materializan cierta frialdad, las imágenes de Pope son diáfanas y cálidas, a veces más coloridas. El registro se hizo en video (con la cámara Alexa de Arri), pero parece que se filmó en película. El complemento está en el desempeño de Spall, quien comparte las palmas. Con sobriedad en la gesticulación, determinación en los movimientos físicos y una amplia gama de matices en la dicción, el actor, como la obra de su personaje, sugiere más de lo que muestra: da visibilidad al pasado y los tormentos del personaje de una manera brillante, a veces con una mirada. Su trabajo, no está de más apuntar, alcanzó para el premio a mejor actor en el festival de Cannes del año anterior.
Algunas escenas, lacónicas pero reveladoras, son prodigiosas por su capacidad para hacer ver más de lo que se ve. Como aquella en la que Turner, en una visita, canta una canción acompañado al piano por una dama y hace pensar que si entre ambos no hubo antes una relación, real o platónica, el deseo está presente. En otra, Turner, que vive el sexo como explosiones inaplazables, visita un burdel: ahí explota… el duelo, y mientras la mujer del oficio pasa a ser modelo, el pintor ejerce su oficio.
En las obras más famosas de Turner resaltan la magnificencia del paisaje y la fuerza de la luz (“el sol es Dios”, dice en algún momento); ellas hacen pensar que parece más interesado por esta grandeza que por lo humano. Los paisajes son plácidos o tórridos; ahí la humanidad, cuando tiene espacio, aparece entre algunos trazos, como un complemento. Leigh explora entre esos trazos, ilumina algunos pasajes pero deja en la penumbra algunos misterios; y consigue más que una biografía o una hagiografía el retrato de cuerpo entero de Turner, un personaje contradictorio pero entrañable.
Mr. Turner circula desde hace algunas semanas en DVD.
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