El niño y la garza: el viaje de Mahito

En 2013 Hayao Miyazaki declaró que Se levanta el viento (Kaze tachinu, 2013), su más reciente largometraje en ese entonces, sería su última película. Argumentaba que la realización de sus proyectos le demandaba cada vez más tiempo, y que, a los 72 años (este 5 de enero, por cierto, el nipón celebró su cumpleaños 82), ya no tendría la energía para encarar uno nuevo. Felizmente dio marcha atrás, y en 2017 anunció la realización de un nuevo largo. El resultado, que lleva por título El niño y la garza (Kimitachi wa dô ikiru ka, 2023), puede verse actualmente en las salas. Si es su testamento (y esperemos que no lo sea) habrá que decirlo sin mesura: es un gran testamento.

El niño y la garza ubica la acción en los años de la segunda guerra mundial y acompaña a Mahito, un chamaco de 12 años. Apenas inicia la cinta y nos enteramos, con él, de la muerte de su madre en un incendio. Posteriormente abandona Tokio y lo acompañamos en un viaje a un poblado rural con su padre, donde éste ha construido una nueva fábrica. Ahí se instalarán, al lado de Natsuko, quien es tía de Mahito (es hermana de su madre), está embarazada y es la nueva pareja de su progenitor. Más adelante una garza insidiosa empuja al muchacho a una aventura que le dará más de una claridad sobre la existencia, su existencia.

Miyazaki, también autor del guión, regresa a la imaginería que habita su filmografía y entrega una obra impresionante. En pantalla, y para no variar, se puede apreciar un diseño de imagen que brilla por su riqueza y su colorido, por la creación de figuras maravillosas que provienen lo mismo del mundo natural, el de este lado, que del otro, el de la metafísica, que en Miyazaki conviven… fantástica y naturalmente. Mención aparte, por sus formas y colores, así como por su protagonismo, merecen las diferentes aves que vuelan en esta cinta, las cuales tienen la virtud de emigrar entre ambos ámbitos, y que si por acá le dan belleza al mundo (como dice la odiosa ornitóloga aficionada de Los pájaros de Hitchcock) en el otro su talla crece abruptamente y se convierte en una aterradora amenaza (como también expone Hitch de este lado). No está de más subrayar, también para no variar, las maravillas que habitan la banda sonora, en la que conviven ambientes y atmósferas que apoyan acciones, diálogos y emociones, con las prodigiosas músicas de Joe Hisaishi, colaborador habitual del cineasta.

Miyazaki concibe una película que congrega temas y situaciones presentes a menudo en su filmografía. Como en Mi vecino Totoro (Tonari no Totoro, 1988) el protagonista vive en el desasosiego por la ausencia materna y convive con seres prodigiosos que le señalan la ruta a un portal, misterioso y maravilloso, que lo conduce al otro mundo. Asimismo, es posible trazar un fuerte paralelismo con El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, 2001). Como en ésta (lo mismo que en Ponyo o El castillo en el cielo), el protagonista vive una experiencia en el otro mundo que le empuja a crecer en éste. Este crecimiento –el tema por excelencia en la obra de Miyazaki– pasa por la superación del egoísmo y la consideración del otro.

Asimismo, la aventura le permite a Mahito lidiar con el duelo, el cual es puro ensimismamiento, y hacer un reconocimiento a la maternidad, una conciliación que es despedida y bienvenida. (Y ya puestos a encontrar similitudes fuera de la filmografía de Miyazaki, por acá también se pueden encontrar ecos de El laberinto del fauno (2006) de Guillermo del Toro, en la que la rebeldía también tiene un peso valioso). Cabría ubicar la ruta del protagonista, además, en las coordenadas del viaje del héroe, que esbozó Joseph Campbell en su célebre libro El héroe de las mil caras: en El niño y la garza existe un mundo ordinario (o conocido) y otro especial (o desconocido), que es una especie de inframundo, al cual se llega por medio de un descenso; asimismo, se pueden ubicar etapas y personajes que aparecen en el periplo concretizado por Campbell.

Mahito, que quiere decir “sincero”, habla poco y vive en la contención. Su ruta y su comportamiento, exentos ambos de estridencia (incluso de la estridencia de Chihiro), es pertinente para manifestar un ser humano amoroso y considerado. Miyazaki no moraliza por medio de él (ni de ninguno de sus personajes), sin embargo, lo hace portador de un mensaje atendible (que tiene su núcleo en la consideración del otro) y oportuno en tiempos que se caracterizan por la infantilización y el egoísmo de chicos y grandes.

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