El mejor cine mexicano es (prácticamente) invisible

El martes anterior, 11 de julio, se llevó a cabo la entrega de los Premios Ariel, reconocimiento que la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas otorga a lo mejor del cine nacional. La gran ganadora de la noche fue La 4ª Compañía (2016) de Mitzi Vanessa Arreola y Amir Galván Cervera, cinta que, entre otros, se llevó el premio a mejor película. El galardón a mejor director fue para Tatiana Huezo por el documental Tempestad (2016); el de guión fue para Joaquín del Paso y Lucy Pawlak por Maquinaria panamericana (2015). La pregunta obligada es: ¿viste alguna de estas películas? En seguida aparecen otras: ¿cómo apreciar que la Academia reconozca un cine que en el mejor de los casos estuvo una semana en una sala comercial? Las autoridades culturales, en particular el Instituto Mexicano de Cinematografía, ¿cumplen su misión al apoyar la existencia de películas que casi nadie ve?

Supe que el documental de Huezo formó parte de la gira de documentales Ambulante y que tuvo un paso fugaz por algunas salas comerciales del país; que La 4ª Compañía obtuvo más de un premio en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara –al que no asistí– y que, en breve, se espera su estreno; que Maquinaria panamericana fue incluida en algún ciclo del Cineforo de la Universidad de Guadalajara y ha circulado con celeridad por algunas salas nacionales. A nadie puedo responsabilizar de mi falta de tiempo o interés, de mi pereza por no apartar fechas para ver las cintas mentadas, porque a decir verdad, yo no he visto ninguna de ellas. ¿Tú sí?

Celebro que la Academia mexicana sea fiel al principio de otorgar los Arieles con un criterio más cercano al que utilizaría un festival cinematográfico que a la dinámica de una industria (que, como tal, no estoy seguro que exista en México). La inquietud aparece al constatar el tremendo divorcio que existe entre el mejor cine nacional y el público, el cual se puede constatar más allá de las apreciaciones mediante algunas reveladoras cifras. De las diez películas mexicanas más taquilleras de 2016, sólo Desierto (2016) de Jonás Cuarón obtuvo nominaciones en los rubros más relevantes –ocupó el décimo sitio según la Cámara Nacional de la Industria Cinematográfica, lejos, muy lejos del primer lugar: ¿Qué culpa tiene el niño?–; Kilómetro 31-2 (2016) de Rigoberto Castañeda reporta cifras similares, ocupa el noveno lugar y fue considerada en las categorías de efectos especiales y visuales. El Instituto Mexicano de Cinematografía (IMCINE) reporta que en 2016 se llegó a una cantidad histórica de producciones: 160 películas; de acuerdo con la misma fuente, ese año se estrenaron 70 (la cifra oscila entre la mínima de 62 en 2011 y la máxima de 101 en 2013). Es claro que un alto porcentaje de lo producido no es exhibido, al menos comercialmente. Otras películas no se ven ni en festivales: sé de buena fuente que de las abundantes películas mexicanas de ficción que llegan al FICG –suman varias decenas– resulta difícil seleccionar diez, y no precisamente por la excepcional calidad de las propuestas.

En México se ha querido emular a la Academia norteamericana y su Óscar y a la vez tomar distancia. Desde siempre me he preguntado a qué aluden las artes y ciencias cinematográficas que aparecen en el apelativo de la organización mexicana; se ha tratado de importar la pompa y las alfombras rojas de Hollywood, pero las entregas del Ariel se parecen más a un mitin en el que se lanzan consignas y se elevan airadas críticas. Acaso lo que se debería tratar de reproducir es la exhibición y la calendarización que funciona tan bien en el vecino norteño. Por allá hay que esforzarse para que las películas se vean en un aceptable número de pantallas antes de aspirar a la dorada y asexuada estatuilla. Al llegar a la ceremonia las cintas nominadas han circulado por diferentes localidades: el público las conoce. Sé que por acá la labor no es sencilla, y no es cosa de un decreto el dar un curso sano a las cintas mexicanas en cuya producción hay dinero estatal (como el caso de una buena parte de las películas que considera la Academia mexicana), es decir, películas financiadas en parte con los impuestos que pagamos los que pagamos impuestos en este país. Por una parte están los productos mismos, que pocas veces resultan atractivos para el espectador mexicano que con enjundia va al cine (y que privilegia el cine norteamericano): en 2016 nada más se vendieron 331 millones de boletos y entraron a las taquillas 15,254 millones de pesos; el cine mexicano contribuye a ello con menos del 10%: 31.6 millones de boletos y 1,395 millones de pesos. Ernesto Rodríguez, programador del Cineforo de la Universidad de Guadalajara, ha comentado en más de una ocasión que faltan planes de negocio para dar salida a las producciones mexicanas. ¿No sería deseable que al momento de concebir una cinta se pensara en el destinatario, en el público, en el target, como le llaman los mercadólogos? Antes de apoyar una película por parte del IMCINE, ¿no sería pertinente solicitar un plan de negocios viable para la distribución y la exhibición y ser consecuente con él? ¿Será que en buena medida el cine mexicano sigue manifestando rasgos entre autistas y onanistas? ¿Están peleadas la taquilla y la sustancia? Pareciera que en México es así: el éxito económico rara vez coincide con el éxito artístico o, dicho en otros términos, las cintas taquilleras no son grandes películas y las grandes películas no son taquilleras.

Para tender un puente efectivo entre el mejor cine mexicano y el público es necesario que todos los que participan en la actividad de hecho se involucren. La autoridad debería manifestar un empeño mayor en la distribución y en la exhibición, ya sea por medio de una excepción cultural funcional (no como aquella copia fallida del modelo francés) o por medio del apoyo a salas culturales privadas. (No estaría de más pensar en propaganda televisiva, como la que se hace para las grandes obras carreteras –que luego se caen–, porque lo bueno en cine también debería de contar.) Los cineastas, por su parte, podrían buscar la congruencia, como lo ha hecho Carlos Reygadas, quien hace cálculos sobre el número de espectadores necesarios para hacer sustentable su cine, más allá del éxito en festivales importantes (él además ha hecho empresa en el campo de la distribución). ¿El riesgo de no hacer concesiones con el público es tener un público escaso? Asimismo, es inaplazable involucrar realmente al emporio de la distribución y la exhibición, que es generoso con lo que acoge y mezquino con lo demás (tres de las diez películas más taquilleras de 2016 fueron distribuidas por Cinépolis; seis por Videocine, que es de Televisa).

Los gobiernos mexicanos más recientes han probado su ineficiencia en cuestiones económicas y políticas. La cultura no es la excepción. Uno se hubiera imaginado, por ejemplo, que en el año que se celebra el centenario del natalicio de Juan Rulfo este escritor se convertiría no en un best seller, sino en el best seller. Pero no ha sucedido y no sucederá. Porque si se han visto algunos homenajes, no se percibe la voluntad de hacer labor de divulgación de la obra de este gran autor. No se percibe esta voluntad prácticamente en ninguna actividad de orden cultural. Parece que, como sucede con la Academia (la otra, la que no es cinematográfica), existe el afán de mantener tranquilos a los académicos y a los artistas antes que procurar que las investigaciones sirvan para algo y los productos culturales lleguen a los que, uno supone, son sus destinatarios primordiales. Hay una gran labor por hacer: para el gobierno, para las Academias, para las empresas que viven del cine… y para el espectador-consumidor. Yo empezaré por ver las cintas premiadas…

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