El hombre que mató a Don Quijote (The Man Who Killed Don Quixote, 2018) ha sido una aventura quijotesca para Terry Gilliam, otrora miembro egregio del célebre Monty Python y responsable de películas memorables como Brasil (Brazil, 1985), Bandidos del tiempo (Time Bandits, 1981), Miedo y asco en Las Vegas (Fear and Loathing in Las Vegas, 1998) y Tideland (2005). Ha sido un parto largo y doloroso; su existencia es el resultado de la terquedad del realizador norteamericano, de la fe del artista en su obra y en su discurso. A la luz de la grandilocuencia y megalomanía que la habita y del mensaje que porta –acaso más válido ahora que hace veinte años– se explica la obsesión de Gilliam, la voluntad de sobreponerse a las adversidades que enfrentó: un rodaje frustrado en el 2000 (del que da cuenta de forma brillante el documental Perdidos en La Mancha), algunos intentos posteriores no menos infructuosos, más de un pleito por los derechos de exhibición. La cinta se estrenó en 2018, en el festival de Cannes, en medio de una batalla legal entre el realizador y el portugués Paulo Branco (productor de la primera intentona y a quien dio la razón la justicia francesa sobre la posesión de los derechos). En su momento se habló más de esto que de la película. Ocupémonos ahora de ella. Lo amerita.
El hombre que mató a Don Quijote es la más reciente entrega de Gilliam (¿la última?: es una víctima reciente de la cancel culture: la puesta en escena que él codirigiría en un teatro británico fue cancelada a principios de noviembre de este año porque algunos trabajadores de la institución se sintieron ofendidos por una broma, al estilo Monty Python, hecha por el realizador hace tres años). El argumento da cuenta de las contrariedades de Toby (Adam Driver), un realizador vanidoso y veleidoso que rueda en España un proyecto inspirado en El Quijote de Miguel de Cervantes. Vive en la dispersión y la fatuidad hasta que las ambiciones del pasado regresan de la mano de un gitano que le vende un DVD pirata de la película que realizó como tesis cinematográfica: El hombre que mató a Don Quijote. A partir de entonces se le revela la traición a sí mismo que ha perpetrado, y sufre una serie de vicisitudes: visita el pueblo donde filmó su proyecto escolar y encuentra doblemente atrapado (en una jaula singular, en su personaje) al actor que dio vida al Quijote de su cinta. Los problemas de Toby se multiplican cuando libera al caballero de la triste figura y él se ve obligado a interpretar a Sancho y acompañar a su “amo” en sus andanzas.
Fiel a su estilo, Gilliam inicia temprano el frenesí y ofrece pasajes delirantes. El arranque rememora las contrariedades de la frustrada filmación del 2000 y muestra la frivolidad de los involucrados en la producción cinematográfica. El uso de lentes de distancia focal corta permite buena profundidad de campo y da valor al paisaje; posteriormente el lente angular y su efecto deformante contribuye a hacer sensible la atribulada perspectiva de Toby. La puesta en escena así registrada luce grandota y por momentos grandiosa: en los props gigantes, en el despliegue de la escena, en las actuaciones, en los que se concreta y se hace tangible la desmesura; vestuarios y escenografías construyen las diferentes épocas en las que se ubica la historia y la luz matiza situaciones y emociones. Incluso hay más de un pasaje lúdico, como aquél en el que los subtítulos –que normalmente son signos sobrepuestos a la imagen– resultan ser diegéticos, es decir, se encuentran en el mismo espacio en el que están los personajes, y Toby los retira de la pantalla de un manotazo.
El dispositivo es atractivo y por momentos fascinante. Es particularmente provechoso para empujar un asunto valioso: el extravío que sufren los cineastas que ceden a las tentaciones de la industria, las consecuencias nefastas de lo que toca el cine, el distanciamiento entre la magia en pantalla y la mezquindad en la realidad de los que hacen las películas (ya lo decía Emilio García Riera: hacer cine tiene más de vida que de cine). Gilliam hace una especie de denuncia: ni siquiera los que hacen cine creen en lo que llevan a la pantalla. Es una chamba más lucrativa que creativa, a merced de capitales y capitalistas de sospechosa procedencia: el productor, hipócrita cornudo, es presentado como un mercachife dispuesto a conseguir dineros cuestionables. Así como sucedía con el Quijote de Cervantes, el delirio y la demencia que habitan al Quijote de Gilliam son objeto de burla; nadie los toma en serio. Ser consecuente con los planteamientos y postulados de la obra propia y vivir en la desmesura y la demencia es peligroso: son malos tiempos para la imaginación y el humor, Sancho.
El resultado es accidentado. Es claro que Gilliam narra desde las vísceras, que la cercanía con los asuntos que aborda obstaculiza la fluidez del relato. Paradójicamente ahí está parte del encanto.