El cine que toca

Solamente en el error he sido persistente: algunas decisiones equivocadas las llevé hasta sus últimas consecuencias. Como la carrera universitaria que elegí y cursé, que concluí con todo y su fastidiosa graduación y su título de rigor. Decir que el cine me salvó en las postrimerías de la licenciatura de marras es acaso una exageración; pero nomás tantito. (Es justo anotar, por lo demás, que en esos años publiqué mi primer “crítica” cinematográfica.) En la sala oscura encontré un espacio privilegiado para repensar lo humano demasiado humano, asunto que me apasionaba, despertaba mi curiosidad y me reservaba –y aún reserva– mucha emoción. Como antes me había sucedido con la literatura (gracias, Víctor Cuellar; gracias, maestro) en las películas encontré algo así como humanidades en esencia: me gustaba pensar que el autor detrás de las imágenes y los sonidos –como el escritor en la página– condesaba en ellas lo más valioso de su reflexión sobre el alma humana (que de alguna manera habrá que llamar esa zona en claroscuro que empuja comportamientos a veces incomprensibles), de su concepción del mundo.

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Conforme pasaron los años decidí abandonar el oficio al que me destinaba la carrera cursada y enmendar en medida de lo posible el error mencionado. Decidí dedicarme a algo que me gustara verdaderamente. Entonces, entre cursos por aquí y por allá y mucha lectura por mi cuenta, di curso a una formación que no concluye. Asimismo comencé a publicar reseñas cinematográficas de forma regular en el suplemento Tentaciones del periódico Siglo 21. Posteriormente, lo he hecho en otros medios; después inicié una trayectoria como profesor, labor que se complementa de muy buena forma con la publicación de textos, pues ambos persiguen un propósito educativo. Estas actividades son gratificantes pero no son suficientemente rentables: desde entonces, también, vivo en permanente crisis económica. Por eso traté, cuando colaboré para el periódico Mural, de publicar la mayor cantidad de textos. Veía cualquier cantidad de películas: lo que la cartelera proveía. El gusto no desapareció: ver incluso películas lamentables es un buen ejercicio para mantener al ojo en forma. Pero algunas cosas han cambiado desde que procuré el cine como una terapia ¿escapista?

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En la adolescencia cinéfila hubo películas que me impresionaron de forma determinante, fundamental. Parece un romanticismo rancio, pero buscaba películas que me sacudieran, que me invitaran a ampliar mis horizontes y me hicieran replantearme lo que daba por cierto. ¿Que cambiaran mi vida? Tal vez. Recuerdo la añoranza que me habitó los días posteriores a la visión de Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982) de Ingmar Bergman; la nostalgia después de ver Nostalgia (Nostalghia, 1983) de Andrei Tarkovski; la fascinación después de ver (, 1963) de Federico Fellini; el desánimo edificante que me dejó Viridiana (1961) de Luis Buñuel; la confusión que me provocó Psicosis (Psycho, 1960) de Alfred Hitchcock, porque la película estaba mal pegada y nos proyectaron primero la tercera bobina y luego la segunda; la emoción en cada revisión de La ley de la calle (Rumble Fish, 1983) de Francis Ford Coppola.

·Original Title: VIRIDIANA ·English Title: VIRIDIANA ·Spanish Title: VIRIDIANA ·Film Director: BUÑUEL, LUIS ·Year: 1961

Posteriormente, decía, se impuso la cantidad. Cada semana veía en promedio tres películas, la mayoría de las cuales no dejaban mayor huella. Por otra parte, el tiempo pasa, y como canta Pablo Milanés, “nos vamos poniendo viejos”. Ahora mis expectativas con las películas no son tan grandes. No dejo de procurar a los autores que se han vuelto imprescindibles –Woody Allen, Andrei Tarkovski, Luis Buñuel, Jacques Tati, Hayao Miyazaki, Carlos Reygadas, Lars von Trier, Jean-Luc Godard, Martin Scorsese, Paolo Sorrentino, los Dardenne, Terrence Malick, Ingmar Bergman, Michel Franco, entre los principales–, y de vez en vez aparecen películas que me sacuden y me conmueven, pero ya no hay impresiones tan fuertes ni definitorias: si no lo hizo antes, ahora menos una película en particular o el cine en general cambian mi vida. Y si perseguía con obsesión las películas mexicanas que llegaban a la Muestra de Guadalajara (que se nos agrandó al fastuoso Festival de hoy día) y hacía nutridas listas para ver todas las películas que el día proveyera en Morelia (cinco en promedio por día), ahora el frenesí se ha apaciguado. Sin determinismos y con calma sé que habré de ver el cine que toca, dicho esto en un doble sentido: el que puedo y me “corresponde” ver y el que me emociona.

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Ni en el fervor cinéfilo llegué a “amar” o a “adorar” al cine; nunca creí que el cine es mejor que la vida, como afirmó Emilio García Riera; tampoco que el cine es la vida, como aseveraba François Truffaut. Aun menos creí que el cine pudiera cambiar al mundo. Coincido con Michel Houellbecq en que cuando la vida es suficientemente entretenida e intensa baja la necesidad de leer libros –y, añado, de ver películas–; no sé si una vida plena (suponiendo que exista tal cosa) haría prescindible del todo la procuración del arte (sé que en otras personas el desencanto existencial empuja a las personas a otras frecuentaciones: ver más futbol, comprar más cosas, hacer más viajes, cambiar de carro, de casa, de pareja, tomarse más selfies, etc.). Sé que el arte provee material para la vida, pero de ninguna manera la sustituye. En todo caso me queda claro que es mejor vivir con él que sin él, porque creía y creo que la vida es mejor con el cine y el cine es mejor con la vida.

 

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