El agente de C.I.P.O.L.: nostalgia por los sesenta y refrendo de la vacuidad

Con las películas del británico Guy Ritchie (Snatch, Revolver, RocknRolla) me sucede algo similar que con las del norteamericano Quentin Tarantino: no puedo evitar la fascinación y la sorpresa constantes, el deslumbramiento por la solvencia técnica, la fluidez narrativa, la gracia que a menudo surge de todo esto; pero también me descubro concluyendo que lo suyo es la fantasía, que sus películas son sobre películas más que sobre la realidad, lo cual en sí no es grave, si bien sería deseable que este proceder estuviera destinado a algún tipo de reflexión; porque al final, por lo general, el asunto se agota en el entretenimiento y me quedo con una sensación de vacuidad. Todo este mapa se refrenda con El agente de C.I.P.O.L. (The Man from U.N.C.L.E., 2015), la más reciente entrega de Ritchie.

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Como la franquicia Misión: imposible, El agente de C.I.P.O.L. también se inspira en una serie de televisión sesentera. La película se ubica en esta época, en plena Guerra Fría, e inicia con una misión de Napoleon Solo (Henry Cavill), quien va del otro lado del muro, a Berlín Oriental, para buscar a Gaby (Alicia Vikander). Con ella cruza al lado occidental, no sin antes esmerarse para eludir a Ilya Kuryakin (Armie Hammer), un infatigable agente de la KGB soviética. Ella es la clave para llegar a su padre, quien trabaja en una bomba nuclear para una organización que alberga oscuros propósitos. Para sorpresa de los tres, deben colaborar para evitar daños irreversibles.

Ritchie deja ver por momentos una puesta en cámara espectacular, con angulaciones a veces inusuales pero siempre efectivas para la narración y la emoción. La luz, cortesía del también británico John Mathieson (quien trabajó con Ridley Scott en Robin Hood y Gladiador, entre otras) contribuye a la puesta en escena (vestuarios, maquillajes, escenografías), que en conjunto construye unos años sesenta verosímiles, glamurosos y luminosos. A esto habría que añadirle una banda sonora evocadora, lucidora, un corte a veces frenético y el uso acertado de las pantallas divididas. El dispositivo es provechoso para la generación de adrenalina, pero también para acumular dosis plausibles de humor. Son particularmente notables un par de “chistes” en los que el cineasta ubica en primer plano una situación con personajes relajados mientras en segundo plano alguien sufre en serio. Todo esto, que tiende algunos puentes con el universo del agente 007, contribuye de buena manera al abundante disfrute. El problema comienza cuando tanta belleza resulta cansona y uno quiere dar con el tema que todo esto empuja y no encuentra mucha sustancia que digamos.

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El agente de C.I.P.O.L. vuelve a la nostalgia por la Unión Soviética y la Guerra Fría (¿ya no hay malos tan buenos como los de antes?) pero no hace mayores comentarios sobre el presente. Y si el asunto de la colaboración involuntaria pero necesaria entre enemigos podría dar un mensaje atendible a los tiempos que vivimos, esa singularidad apenas es explotada y más bien sirve como pretexto para hacer humor a partir de los contrastes de usos y costumbres –y tecnología– entre norteamericanos, ingleses y soviéticos. El interés, como subrayaba líneas arriba, está menos en la exploración de las diferencias y roces que no han dejado de existir en la realidad, que en la vuelta al cine que se ocupó de lo que sucedía en aquella época, sus hábitos y su pátina. El abordaje, así, cabe mejor en la fantasía: sólo desde ella podría verse sin pasmo el humor con el que se aborda algo tan delicado como la tortura, por ejemplo. Conforme avanzan las cosas, y como sucede con Tarantino, me parece que Ritchie se esconde en el virtuosismo formal para disimular un discurso pobre; que pone su talento al servicio de fuegos de artificio vacíos: no deja de ser una paradoja que mientras sus personajes viven en el riesgo constante ellos se arriesguen tan, pero tan poco.

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