Down by Law: la mejor película de Jarmusch

Por José Javier Coz

Los personajes de Jim Jarmusch eran excesivos en su normalidad. Al menos lo fueron en los Estados Unidos de los setenta, cuando el desempleo, el sofá, la televisión y la paciencia por la espera iban de la mano. Hoy encajarían fácilmente en varias de las categorías de DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales o Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders). ¿Quién no?, pregunto si seré curioso. No los vemos en las películas que reciban un tratamiento. Están sueltos. Viven. Viven solitarios. No creo que se pregunten sobre ello. Sobre la soledad, quiero decir. Parece que no conocen la multitud, la fiesta. Tienen el defecto, tal vez la virtud actualmente, de establecer una interacción mínima con quienes están derredor suyo. Y no precisamente porque estén absorbidos por una pantallita. Se trata de entes introspectivos, eso podemos inferir. O simplemente enganchados en la inmediatez. Tienen también como una suerte de hándicap que se podría resumir en una imposibilidad de mantener una conversación. Hablan, eso sí, poco, intercalado, un habla casi monosilábica. Llegado a un punto, nos resulta humorístico. No sé qué tanto de manera voluntaria por parte de Jarmusch. Además de hacernos reír, rezuman cierta ternura, cierto candor. Nos nace una paternidad, un protector. Con estas características en común, no obstante, cada uno goza de una individualidad sin lugar posible en algún estereotipo. Diríamos, son únicos, pero sobre todo, entrañables.

Pero basta de atributos y vayamos a las películas. En una de las mejores, si no es que la mejor, aunque algunos críticos disientan conmigo, Down by Law (1986) –traducido sería “Derrotados por la ley” y no “Bajo la ley”–, tenemos a Zack (Tom Waits), a Jack (John Lurie) y a Roberto (Roberto Benigni), que se conocen en una celda. Zack y Jack no sólo riman fonéticamente sino en su parquedad y parsimonia, a diferencia de Roberto que habla y habla y no para de hablar, de manera nerviosa, como si no supiera qué hacer con sus manos. Con él mismo. Zack y Jack tratan de ignorarlo, se resisten a su zalamería. Son huraños y al mismo tiempo un tanto sobrados de sí mismos. Siguiendo con la contraparte, Roberto, un italiano extraviado, se muestra inseguro, balbuceante, pero con ganas de hacer amigos y conversar. Y hay un momento en el que establecen contacto. Hacen click, se diría ahora. Pero es un momento breve, de risa loca, inesperado pero natural, no forzado pero a un tiempo mágico. Roberto, que tiene una libreta con palabras en inglés que está tomando de aquí y allá encuentra el verbo gritar, scream. Lo conjuga: “I scream, you scream”… aquí hace una variación: “we all scream”… a lo que agrega “for an ice cream”, que en inglés suena a “for an I scream”. Por vez primera, Zack y Jack pasan de las sonrisas que apenas estaban empezando a esbozar, a una franca risa. El espectador asiste a un cambio en los semblantes malencarados de Zack y Jack, a una inesperada transformación a rostros diáfanos y de buenos muchachos. Entonces vemos la célebre –lo es al menos para mí– escena en que hacen fila india y marchan en círculos al ritmo rapero de “I scream, you scream, we all scream, for an ice cream”. Lo repiten sin pausas y subiendo de tono, a lo que los compañeros de otras celdas se suman y aquello parece un motín. No es un humor sencillo. Es simple. Simplón. Y hace un retrato de la dificultad en la interacción.

Citemos a Charlie Kaufman en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004): “Constantly taking isn’t necessarily communicating” (hablar constantemente no necesariamente significa comunicarse). Jim Jarmusch aborda esto, por demás de manera radical, verosímil y original, en el sobrentendimiento que hay entre el estadounidense Ghost Dog y el haitiano Raymond, el primero sólo habla inglés y el otro francés. Uno habla y el otro supone que debe estar diciendo tal cosa y le responde y entonces el primero supone que le respondió tal otra cosa, a lo que el primero le contesta y así sucesivamente por breves momentos. Toda esta interacción está auxiliada por gestos entre ellos, miradas, sonrisas, elevación o disminución del tono de voz.

Por último, quisiera aprovechar el tema para abordarlo con Más extraño que el paraíso (Stranger Than Paradise, 1984), prácticamente su primer largometraje. Una chica húngara, Eva, emigra a los EE. UU. a vivir con una tía en Cleveland pero se ve obligada a alojarse previamente diez días con su primo Willie, que vive en Nueva York. La película gira en torno a la dificultad para relacionarse de Willie, renuente a hacer amistad familiar con Eva, y de su amigo Eddie, tímido, que sí quiere hacer amistad con Eva pero Willie constantemente lo trata de disuadir. La dificultad radica sobre todo en la incapacidad de mostrar sentimientos, desde celos inconscientes, atracción, simpatía, sobre todo si están relacionados con el afecto y el enamoramiento. Vemos cómo después hay un acercamiento seguido de un alejamiento, ambas condicionados por las circunstancias. Al final revelan todos su encariñamiento a solas, por la sola preocupación de no dejar sin dinero al otro, de encontrarlo. Pero no se dice más. Y tampoco digo más, no vaya a ser que sobreinterprete algo complejamente sencillo.

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