Diez días que estremecieron a Eisenstein

Peter Greenaway dijo hace tiempo que “el cine ha muerto”; añadió que no acostumbraba ir al cine porque le parecía muy aburrido, que como creador prefería explorar en el terreno del videoarte con la intención de “deconstruir la idea de la pantalla única y romper con la narrativa tradicional del cine”. Eisenstein en Guanajuato (Eisenstein in Guanajuato, 2015), su más reciente largometraje, es entonces una paradoja: porque en ella, el artista audiovisual que decretó la muerte del cine da una gran lección… de cine.

Eisenstein en Guanajuato se inspira en el viaje de Sergei M. Eisenstein por tierras mexicanas, donde estuvo entre 1930 y 1932. Por acá filmó en ese período ¡Que viva México!, la cual no editó (y considerando que el ruso es uno de los grandes teóricos del montaje, habría que endosarle sólo parcialmente la autoría). Greenaway propone una especie de condensación y entrega lo que cabría calificar como ensayo biográfico: no se sujeta a la historia documental, pero tampoco se aleja de la experiencia del cineasta ruso. Así, se toma la libertad de ubicar la acción en Guanajuato, ciudad que no visitó Eisenstein pero que sí es conocida por Greenaway, quien ha participado en el festival de cine de esa ciudad. En la cinta, Sergei (interpretado por el finlandés Elmer Bäck) hace un recuento de su experiencia en Rusia y de su paso por Estados Unidos, donde convivió con grandes artistas. En México pasa meses de ocio, y cuando llega a Guanajuato acumula un retraso considerable de cara a la filmación de la cinta. Ahí conoce y alimenta una estrecha relación con Palomino Cañedo (Luis Alberti), quien es su guía en la ciudad y por la “mexicanidad”. Las cosas se complican y se aceleran cuando llega Mary (Lisa Owen), esposa del escritor Upton Sinclair y productora de la cinta, quien apura al director a iniciar el rodaje.

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Fiel a su estilo, Greenaway propone una imaginería extraordinaria que lo mismo se nutre de cierto preciosismo que de exacerbaciones pertinentes para dar visibilidad a más de un esperpento. Así vemos un uso provechoso de lentes de diferente distancia focal (es particularmente notable la utilización del angular) y movimientos de cámara sorprendentes (aplausos aparte se llevan los travels circulares y el travel que cubre una secuencia y que une, en continuidad temporal, los diferentes espacios del Teatro Juárez en donde aparecen los personajes). La estrategia –en la que también habría que anotar el uso frecuente de la pantalla dividida, lo mismo para hacer convivir a los actores y los personajes a los que dan vida que para ilustrar el frenesí mental eisensteiniano– contribuye a redondear la locuacidad del cineasta ruso, el ímpetu de Mary Sinclair. Asimismo habría que subrayar las virtudes de la puesta en escena, en particular el buen desempeño del cinefotógrafo holandés Reiner van Brummelen, colaborador habitual de Greenaway, quien aporta dosis de exquisitez y matiza el caudal emocional del atribulado y enamorado Eisenstein. Calles, callejones, teatro y cementerios son bastante lucidores y convenientes para escenificar diversas aristas de lo mexicano así como para hacer sensibles los estados emocionales del protagonista. El cineasta británico va así de lo folklórico a lo tétrico, de lo festivo a lo dantesco.

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Este marco resulta esplendoroso para acercarse a un realizador que dio esplendor a la Revolución rusa (que se ve mejor en sus películas de lo que lució en la realidad, según se afirma en la cinta) y que fue perseguido en su país y en el extranjero por ser homosexual y judío. Greenaway esboza un personaje que hace recordar al Mozart de Milos Forman en Amadeus (1984): locuaz, excéntrico, con rasgos de genialidad mezclados con cierta ingenuidad y torpeza; un personaje que a menudo parece fuera de lugar. El británico explora aristas intelectuales pero hace hincapié en la sexualidad, aspecto reprimido por el sistema y la cultura rusos, de los que no deja de burlarse Sergei; Greenaway da cuenta de la pérdida de la virginidad, con literalidad que no está exenta de simbolismo. La escena de marras queda para la memoria por la riqueza de implicaciones, por el contraste entre lo que se ve y lo que se dice (¿o el reforzamiento?). En cintas anteriores Greenaway ha iluminado la relación entre el artista y su obra (con personajes históricos, como el caso de Rembrandt, o ficticios, como el arquitecto de El vientre del arquitecto), y aquí lleva a cabo una interpretación provocativa sobre las contrariedades que resultaron de las pulsiones de Eisenstein y el crecimiento en un ambiente represor, entre su oposición al Estado y sus películas hasta cierto punto propagandísticas. Greenaway da mucho peso visual y dedica mucho tiempo a lo físico, al sexo –y Eisenstein aquí aparece desnudo a cada rato y por cualquier pretexto–; de igual forma, subraya lo que pasa por la mente del personaje mediante la animación de las caricaturas –de corte pornográfico– que dibujó. Así hace dialogar –o, mejor, establece una relación dialéctica– entre lo intelectual y lo sensual. El choque ofrece una síntesis grandiosa, a tono con la forma del cine según Eisenstein.

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Como otro inglés, en otro tiempo y en otra medio (Malcolm Lowry en su novela Bajo el volcán), en esta cinta Greenaway esboza un México de doble faz: un paraíso infernal o un infierno paradisiaco. Un México que es pertinente para la iniciación y sugerente para la conclusión (de ahí el pasaje por el día de muertos), liberador pero perturbador, que da para la euforia y para la tristeza. El resultado de la visita de Eisenstein y de la estancia de Greenaway en Guanajuato ofrece material para la atracción y para la repulsión: es fascinante.

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