¿De qué hablamos cuando hablamos de cine? 1

Comencé a leer críticas cinematográficas, hace muchos ayeres, después de ver en la televisión las películas que Gustavo Alatriste le produjo a Luis Buñuel: Viridiana (1961), El ángel exterminador (1962) y Simón del desierto (1965). En las revistas y libros que tuve a mi alcance no buscaba valoraciones: me tenía sin cuidado si esas películas eran consideradas por los especialistas como buenas o excelsas. Me movían la curiosidad y el ánimo de contrastar y enriquecer mi interpretación: las impresiones que me provocaron y lo que me hicieron pensar bastaban y sobraban para tratar de buscar confirmaciones, ampliaciones. No recuerdo qué fue lo que leí entonces, pero sí tengo presente que ahí nació la frecuentación de algunos críticos, en particular de Tomás Pérez Turrent, quien publicaba en el suplemento de la revista Siempre!, que mi papá compraba cada semana. La lectura de este autor me llevó a la revista Dicine, donde también publicaba sus textos, y al “descubrimiento” de Juan Arturo Brennan, José de la Colina, Emilio García Riera, Nelson Carro y Leonardo García Tsao.  

Con el paso del tiempo (y después de la desaparición de Dicine) mi interés por la crítica nacional decreció. Hace algunos años todavía procuraba los textos de un crítico que publicaba en un periódico chilango, al cual dejé de leer el día que me lo presentaron: fue mayor la antipatía que el sujeto de marras me provocó a los pocos minutos de conocerlo que la simpatía que le tuve por años a lo que él escribía. En algún momento se amplió “el campo de batalla” y comenzaron a llegar a Guadalajara revistas de otros lares. Ocasionalmente le echaba un ojo a la española Dirigido por, a la norteamericana Film Comment, a la británica Sight and Sound o a las francesas Cahiers du cinéma y Positif.  

Después de seguir algunas de ellas por años, fui perdiendo interés en la crítica –mientras crecía mi interés por las entrevistas a los realizadores que las mentadas revistas a menudo publicaban–, pues me parecía que ésta erraba sus miras y resultaba insuficiente: se hacía hincapié en asuntos que consideraba poco relevantes y apenas se hacía alusión a lo que creía importante. Porque si tiene bastante valor formativo e informativo conocer la historia del cine, el devenir de los personajes y los temas que frecuenta tal o cual director (que forma parte de los asuntos que habitualmente abordan las revistas especializadas), no me resulta tan provechoso conocer las vicisitudes que atravesó la realización de tal o cual película (a menos que se trate de una odisea digna de otra película, como Apocalypse Now de Francis Ford Coppla, o los sinsabores que sufrió Terry Gilliam para llevar a la pantalla su acercamiento a Don Quijote), o cuál fue la escena más difícil de realizar y menos lo que sintieron los que hicieron la película cuando hicieron la película (cuestiones que forman parte del “amplio” arsenal de preguntas de la prensa cinematográfica).

Cada vez me interesaban menos los comentarios sobre la vida y milagros de los actores; me parecía que se abordaban superficialmente aspectos narrativos y que las interpretaciones que publicaban los autores y las autoras revelaban sus ostensibles limitaciones. Me disgustaba descubrir que aquéllos y éstas prescindían sin empacho de algo imprescindible en la crítica: el análisis. No quedaba claro desde dónde hacían las valoraciones, qué tomaba en cuenta el sujeto o la sujeta que comentaba la película para ponerle tres o cuatro estrellas (o aquella categoría maravillosa de Dicine: “Deje todo y corra a verla”). En la gran mayoría de lo que leía había un vacío fundamental: la técnica, que da forma al estilo. Prácticamente nadie se tomaba la molestia de describirla, mucho menos de analizarla (¿acaso la observaban, la identificaban?): de lo que menos hablan –o de plano no hablan– los “críticos” y las “críticas” es justamente de esto, lo que está en la base, lo que da fundamento al cine. Si, además, se tiene el prurito de procurar textos con mínimas calidades literarias, el universo de comentaristas se reduce y se redujo significativamente. (Y ya en estas lides, en español nadie ha escrito mejor sobre cine que el cubano Guillermo Cabrera Infante. El cronista de cine, primer tomo de sus obras completas, que reúne una parte de sus textos sobre el séptimo arte, no tiene desperdicio.)  

Una buena parte de estos reproches tiene su explicación en que la mayor parte de los textos publicados no son críticas. Son, si bien nos va, reseñas; a veces meras opiniones: por lo general dan cuenta de qué cuenta la historia, cuál es el origen de ella (si hay un libro en el que se inspira), qué ha hecho previamente el realizador, en dónde han aparecido los actores principales, el asunto que aborda (no siempre); las expectativas que había sobre la cinta y las reacciones que ha provocado. En el mejor de los casos se alude a cuestiones culturales, sociológicas, psicológicas, económicas. Las calificaciones que se estampan a menudo no tienen mayor explicación que el gusto y las simpatías o antipatías (no siempre explícitos) del que escribe o comenta en la radio o la televisión. No obstante, el emisor y la emisora de tales despropósitos llega a ser considerado como “crítico” o “crítica”. El internet, que no pone filtro alguno a la vociferación ignorante, que democratizó aún más la estupidez y se regodea con el vilipendio y la descalificación ad hominem, ha multiplicado la fauna de los opinadores-calificadores.  

El cine es el que da pretexto a textos y conversaciones, a tuits y programas de radio o televisión, a likes en redes sociales, pero al revisar algunas publicaciones o emisiones, así como los comentarios tête-à-tête con algunos interlocutores, me parecía y me parece que cuando hablamos de cine no hablamos de cine. Tengo la certeza, además, de que la crítica está en otra parte. 

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