Cuando Serena pierde la serenidad

A lo largo de El capital humano (Il capitale umano, 2013) aparecen elementos suficientes como para saber a qué alude el título. Al final se presenta una definición que lo precisa y ofrece otros matices, y vemos que el capital humano y el económico tienen una relación asimétrica: pueden llegar a ser, incluso, inversamente proporcionales. Pero sólo excepcionalmente, no está de más precisar.

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El capital humano es una coproducción de Francia e Italia y se inspira en una novela de Stephen Amidon. Es la más reciente entrega del italiano Paolo Virzì y recoge las contrariedades de un grupo de personajes cuyos destinos se entrecruzan. Todo inicia cuando un ciclista es arrollado en la carretera. Luego brincamos seis meses atrás, cuando Dino (Fabrizio Bentivoglio) lleva a su hija a la mansión de su novio; ahí conoce al padre de éste, Giovanni Bernaschi (Fabrizio Gifuni), quien acumula una ostensible fortuna. Dino pide luego un préstamo bancario para invertir con el recién conocido. Mientras tanto Carla (Valeria Bruni Tedeschi), esposa de Giovanni, inicia una empresa filantrópica y una relación con un hombre de teatro. Todo se resuelve con Serena (Matilde Gioli), quien al final, y mientras pierde la serenidad, juega un rol revelador.

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Virzì propone un relato estructurado en cuatro capítulos, en los que la acción regresa a los mismos momentos pero también presentan información nueva y son complementarios: “Dino”, “Carla”, “Serena” y “El capital humano”. En los tres primeros seguimos a los personajes epónimos y vemos desde su perspectiva la intervención que tienen en la trama que protagonizan. El relato hace saltos temporales para armar un rompecabezas que culmina el día siguiente del atropellamiento. El cineasta conduce todo esto con una agilidad plausible: apenas inicia su cinta, el ritmo rara vez decae. En más de un momento, además, utiliza la cámara en mano y planos cerrados, estrategia que contribuye a acercarnos a la emotividad de los personajes, de tal forma que llegamos a comprenderlos y compartir lo que viven. Esta estrategia hace difícil el juicio demoledor, el reproche automático o la censura fácil de sus conductas. No obstante, tampoco es fácil simpatizar con ellos.

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Virzì focaliza la atención en dos grandes rubros: clases económicas y edades. Exhibe a una burguesía cuyos nexos familiares son más asunto de conveniencia que de calidez. Muestra a un padre ocupado en la especulación financiera, distante tanto de su esposa como de su hijo; a dos mujeres –una joven, la otra madura– que de alguna manera gozan de la riqueza y descubren que no es fácil tomar distancia; también a un oportunista clasemediero, que busca sacar rápido y fácil provecho de una “bandeja de plata” que no le ponen, sino que él busca. Porque si se critica a una burguesía que crece mediante la especulación y la desgracia ajena (su fortuna es el resultado de una apuesta exitosa por la ruina de los países en los que “invierten”), las clases menos favorecidas no salen mejor libradas: la clase media busca una ruta fácil al paraíso, el proletariado no es más honesto, y no duda en obtener ganancias del engaño y la ilegalidad. Por otra parte hay un comentario a los comportamientos en diferentes edades: las relaciones entre los mayores son, prácticamente todas, por interés económico; en la juventud, si bien no en todos los jóvenes –algunos son prejuiciosos y racistas– queda aún un poco de afecto por los demás. Todo esto deja ver que sin importar la clase social, apenas se presentan las situaciones pertinentes, nadie duda en hacer lo incorrecto para sacar ventaja; y los padres, que dicen dar a sus hijos lo mejor, los dejan en bancarrota moral. Porque al final queda claro que, más allá del capital humano de los involucrados (que termina por traducirse en capital económico), la apuesta por esta humanidad está perdida.

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